La confianza en las instituciones es básica para el desarrollo de los pueblos. En El Salvador, es demasiado baja la confianza en instituciones clave como la Asamblea Legislativa, la Corte Suprema de Justicia y los partidos políticos, y en actores de peso como la empresa privada; en contraste, es alta en instituciones de servicio como las Iglesias, que no buscan generalmente más que ayudar. Pero los políticos, aun sabiendo que la confianza en las instituciones estatales escasea, no hacen esfuerzos serios por aumentarla. Por su lado, la empresa privada carece de conciencia social, salvo en el caso minoritario de algunos empresarios. El egoísmo, la negativa a cooperar en un desarrollo nacional equitativo, la tradicional oposición a impuestos como el predial o el de la renta, y la tendencia a eludir este último han sido enfermedades permanentes de nuestra empresa privada. ¿Se puede confiar en egoístas, idólatras de la ganancia y partidarios del buen vivir ajeno a la pobreza de las mayorías? A partir de esta pregunta tienen que repensar los empresarios cómo ganar confianza. Solo la conseguirán apostando por un desarrollo que dé trabajo, salario digno y universalice los servicios básicos.
Un diputado se quejaba recientemente de que la gente sigue protestando por la violencia y los homicidios a pesar de la baja sensible que se ha visto. Se habla que de 14 homicidios diarios se ha bajado a un promedio de seis. Y aunque el descenso es de agradecer y da esperanza, seis asesinatos diarios es todavía una brutalidad; pues significan un poco más de dos mil muertes violentas al año. Y ello a su vez equivale a más de 30 homicidios por cada cien mil habitantes de El Salvador; es decir, bajamos de 70 a 30 homicidios anuales por cada cien mil habitantes. Pero todos sabemos que más de 10 homicidios por cada cien mil habitantes al año hay que considerarlo una epidemia. Eso explica por qué la gente no se siente plenamente contenta y continúa quejándose. Tenemos en nuestra tierra una epidemia multiplicada por tres. Es decir, los homicidios siguen siendo escandalosamente numerosos. Y continúan, por tanto, sembrando inseguridad.
Ninguna epidemia de gripe, dengue u otra enfermedad en las últimas décadas ha causado ese número de muertes. Sin embargo, la gente siente una fuerte alarma cuando una enfermedad, aunque sea la gripe, amenaza con alcanzar el número de muertes que caracteriza las epidemias. Las maras han sido más eficaces para lograr un descenso en los homicidios que el propio Estado y sus instituciones. El bachillerato universal, el trabajo y salario digno para los jóvenes, muestras claras y mucho más rápidas de inversión en lo social sembrarían confianza ciudadana en los políticos y en las instituciones estatales, porque darían mayor garantía de eliminar el homicidio como epidemia. El pacto entre las maras, aunque positivo, no puede darnos la confianza suficiente mientras no se avance en los otros temas.
Y finalmente, cuando desde la política se ataca a magistrados que, contra la tendencia corrupta de la Corte Suprema de Justicia, han generado confianza en la ciudadanía, el plato está servido para que la desconfianza crezca. En general, los ciudadanos observamos que los políticos, incluso los decentes, cuando llegan al poder, tienden a ser excesivamente defensivos y a rechazar con demasiada agresividad la crítica. Cuando la Sala de lo Constitucional empezó a ejercer su papel de controlar constitucionalmente a los poderes ejecutivo y legislativo, se vio claramente que el furor de los políticos se fue elevando de tono. Hasta llegar a esta situación de inseguridad jurídica, cuya responsabilidad última es de la Asamblea, con la complicidad de la Presidencia de la República. El hecho de que en esta campaña esté coaligado el FMLN con los sectores políticos más desprestigiados y corruptos del país añade y acumula desconfianza. ¿Por qué la gente no tiene confianza en las instituciones? Porque o son expresión del egoísmo del dinero, o son poco eficaces socialmente, o simplemente son incapaces de reconocer el valor ético y moral de quienes buscan una democracia en la que el pueblo tenga defensa frente a los caprichos y la tendencia a la corrupción del poder.