El presidente Trump ha ofendido a nuestros migrantes y al pueblo salvadoreño en general. La primera reacción suele ser el grito, bien sea insultante como respuesta al insulto o simplemente defendiendo los valores de los salvadoreños y mostrando el sano orgullo de serlo. La reacción es natural, pero con demasiada frecuencia se queda solo en eso. Y como lo más grave no son las palabras de Trump, sino sus decisiones, podemos quedarnos estancados a la hora de pensar qué hacer. Lo más grave es su negativa a renovar el TPS a casi 200 mil salvadoreños y sugerir, aunque sea tácitamente, una deportación masiva. Ante ello, para ayudar a clarificar ideas, cuatro propuestas.
La primera es muy simple. Todos sabemos que, generalmente, las deportaciones masivas han dado origen a verdaderos desastres humanitarios. En ese sentido, la respuesta prioritaria es insistir y trabajar de todas las formas posibles para que se les otorgue la residencia permanente en Estados Unidos a quienes llevan allí tantos años trabajando, pagando impuestos, teniendo propiedades e incluso empresas, y con hijos nacidos en el país del norte. Los salvadoreños tenemos amigos, parientes, colegas profesionales y religiosos en Estados Unidos. Es hora de movilizar amigos y personas solidarias y de buena voluntad en favor de la residencia definitiva de nuestros hermanos. Se trata de defender un derecho básico de toda persona a fijar su residencia colaborativamente en donde pueda asegurar su futuro. Derecho al que corresponde el deber moral y ético de la hospitalidad y del apoyo al peregrino.
La segunda es emprender una campaña contra el racismo, particularmente contra el que daña y desprecia a los más pobres. El diccionario de la lengua española ha incluido recientemente la palabra “aporofobia”, que significa “fobia a las personas pobres o desfavorecidas”. Aunque en El Salvador no estamos libres de aporofobia, en Estados Unidos se está aplicando un racismo que humilla, desprecia y somete a los más sencillos a condiciones que dañan su dignidad. En un país que ha tenido tantos y tan excelentes luchadores contra el racismo, podemos sin duda encontrar aliados en esta tarea.
La tercera es poner racionalidad en la lucha por la residencia definitiva. Nuestros hermanos se lo han ganado con sus impuestos, su buen comportamiento, su emprendedurismo e incluso con sus hijos, ciudadanos estadounidenses. Nuestros hermanos no han hecho más que buscar medios de subsistencia allí donde existen en vez de permanecer donde no los hay. Eso no es delito. Y si no solamente han encontrado medios de subsistencia, sino que los han multiplicado tanto desde su trabajo como desde su solidaridad, es absurdo castigarlos con una expulsión no deseada ni merecida.
Y finalmente, debemos aprovechar la corriente de solidaridad que ha desatado el lenguaje soez y racista de Trump. Sus palabras han dejado patente que la suspensión del TPS no tiene razones económicas ni sociales de fondo. Es simplemente una obsesión contra el extranjero pobre, no exenta de racismo. Hasta la embajadora Manes, que hasta hace poco veía con frialdad la interrupción del TPS y que se quejaba de la famosa frase “Yankee go home”, ahora se dedica a escribir tuits manifestando su cariño y amor al pueblo salvadoreño. A ella y a tantos otros hay que decirles con todo respeto que, si, como dicen, tanto aman a El Salvador o tanto repudian cualquier frase o motivación política de corte racista, nos ayuden en la única solución racional y humana para quienes dejan de tener el TPS: otorgarles la residencia definitiva. Esta es la mejor manera de profundizar las relaciones amistosas entre nuestros pueblos y de cumplir con obligaciones básicas de humanidad fundamentadas en esos derechos naturales (la migración era ya considerada un derecho natural en el siglo XVI) que hoy llamamos derechos humanos.