La inauguración simultánea de cinco mercados fue la plataforma escogida por Casa Presidencial para lanzar la última ocurrencia sobre cómo enderezar el país. Las “décadas de abandono” ya no solo serían culpa de malhadados gobiernos anteriores, sino también de la mala educación, la descortesía y la incivilidad. En consecuencia, el régimen de excepción ha emprendido la tarea de imponer orden y disciplina militar. Y, fiel a la tradición autoritaria, ha comenzado por los mercados y la educación pública, dos de los sectores más débiles y vulnerables.
La dirección centralizada de los mercados impondrá buenas maneras, limpieza y orden a los usuarios. La basura, los escupitajos y el orinar de los varones en sitios públicos desaparecerán. Los hombres tendrán que aprender de las mujeres, que son más educadas o más discretas. Las vendedoras y los comerciantes ya no estarán solos; Casa Presidencial cuidará de ellos. Hará desaparecer las mafias, el tráfico de influencias y la corrupción, características de la gestión municipal anterior, aun cuando la mayoría de alcaldías está en manos del oficialismo. La estabilidad, la legalidad y la rendición de cuentas harán que los mercados “funcionen como debe ser”. Si hubiera verdad en este discurso, habría un cambio radical en una gestión gubernamental que desconoce la estabilidad, la legalidad y la rendición de cuentas.
En la educación pública, una capitana del ejército se encarga de imponer disciplina, urbanidad y civismo. La presentación de la población escolar debe ajustarse al criterio militar. Las convenciones militares evitarán la conformación de pandillas de toda clase. Las decenas de miles de encarcelados, los miles de muertos y los innumerables desaparecidos son resultado, según la interpretación presidencial, de “no haberles aplicado disciplina cuando eran niños”. La responsabilidad es tanto de los padres como del Estado. Un descuido que este pretende corregir con la imposición de disciplina militar en las escuelas públicas.
El discurso del orden y la disciplina suena bien a las mentalidades rigoristas, conspiranoicas y oficialistas, pero no resiste la confrontación con la realidad. El enfoque y la solución pecan de simplismo. La informalidad es inevitable dada la ausencia de empleo formal. La penuria no se debe al desorden de las finanzas de la inmensa mayor parte de la informalidad, porque no hay finanzas que ordenar. Las vendedoras y los comerciantes de los mercados no viven en la suciedad por gusto. El hacinamiento, la insalubridad ambiental, la escasez de agua, un nivel educativo bajo y la falta de medios, en general, les impiden desenvolverse en condiciones humanas.
Los pobres no son víctimas del desorden (a diferencia de los ricos, que serían muy ordenados), sino de una estructura social excluyente, desigual y, por eso, violenta. La escandalosa acumulación de riqueza en pocos empuja al resto de la población hacia la pobreza. El fenómeno de las pandillas está relacionado con el desorden, pero no solo de las generaciones más jóvenes, sino de la sociedad en su conjunto. Más aún, el desorden es un síntoma, no la causa. Forzados a rebuscarse la vida en condiciones muy adversas, los padres abandonaron a sus hijos, que se criaron en las calles. No encontraron acogida en los centros educativos, ni espacio en centros comunales y deportivos, ni en los templos. Nadie les brindó atención y cariño.
En la calle aprendieron junto con sus pares. Crearon una identidad y una cultura propia. Pronto aprendieron que la violencia, de la cual habían sido víctimas o testigos, era el medio para sobrevivir en una sociedad que los excluyó y les negó la educación, el empleo y las oportunidades. En el proceso, se deshumanizaron. Atribuir este fenómeno a la indisciplina escolar es simplista. Así como es farisaico identificarse con el “dolor terrible” de las madres con hijos encarcelados y con el “más horrible” aún de aquellas con hijos muertos o desaparecidos.
Más sentido tiene el programa Crecer con Cariño. Pero abrir esa posibilidad demanda una inversión que el oficialismo no está dispuesto a hacer. La opción no es nueva. El segundo presidente de Arena decidió, justamente cuando el fenómeno de las pandillas cobraba forma, que seis años de primaria eran suficiente educación para una juventud destinada a la maquila, en ese entonces, el gran proyecto del capitalismo neoliberal. Ahora la dictadura se decanta por el ordenamiento militar y el maestro sargento, una salida barata para someter a las nuevas generaciones.
Esta opción, sin embargo, está reñida con uno de los eslóganes más queridos del oficialismo. Unos cuantos puentes, mercados y centros escolares renovados no son más que una porción pequeña de “lo público”. Para que este fuera mejor que lo privado, la inversión en educación debe ser cada vez más voluminosa; la infraestructura escolar debe estar en mejora continua; la alimentación, suficiente y balanceada para superar la falta de peso y estatura; los planes de estudio, en actualización permanente; y el personal docente, capacitado y dignificado. Educar es mucho más que disciplinar.
* Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero.