Como se sabe, no es lo mismo hablar de “el ser humano” que de “ser humano”. En el primer caso hablamos de un problema antropológico; por ejemplo, cuando se discute en qué momento hay especie humana, si con la aparición del homo sapiens o, antes, con la aparición de la inteligencia entendida como aprehensión de la realidad. En cambio, en el segundo caso nos referimos a un problema ético. Es decir, en virtud de su autodeterminación, el ser humano tiene que apropiarse de las posibilidades de vida y de realización más valiosas. En esa línea, la pregunta latente en el segundo capítulo de la encíclica Fratelli tutti es esta: ¿qué nos hace humanos? O sea, ¿qué opciones humanizan más y mejor?, ¿cómo alcanzar una humanidad fraterna?
Las respuestas son formuladas en la carta encíclica desde la parábola del buen samaritano (Lc 10, 25-37), considerada como parte fundamental del patrimonio literario y ético de la humanidad. El ejemplo del samaritano compasivo desborda su contexto religioso originario para convertirse en un referente universal. Jesús propuso esta parábola para responder a una pregunta: ¿quién es mi prójimo?
Fratellii tutti aclara que la palabra “prójimo” en la sociedad de la época de Jesús solía indicar al que es más cercano, próximo. Por tanto, se entendía que la ayuda debía dirigirse en primer lugar al que pertenece al propio grupo, a la propia raza. Por otra parte, un samaritano era considerado por algunos judíos de aquella época un ser despreciable, impuro, ajeno. En este marco, el texto del papa recuerda que el judío Jesús hizo un planteamiento contracultural: “No nos invita a preguntarnos quiénes son los que están cerca de nosotros, sino a volvernos nosotros cercanos, prójimos”.
Pues bien, el segundo capítulo de la encíclica habla de un “extraño en el camino”, que se constituye en protagonista central del relato porque muestra al ser humano íntegro e integral. La estructura de la parábola tiene tres momentos: primero, Jesús cuenta que había un hombre herido, tirado en el camino, que había sido asaltado (la víctima abandonada); segundo, pasaron varios a su lado, pero huyeron, no se detuvieron, eran personas con funciones importantes en la sociedad, que no tenían en el corazón el amor por el bien común (los indiferentes); tercero, uno se detuvo, le regaló cercanía, lo curó con sus propias manos, puso también dinero de su bolsillo y se ocupó de él (se hizo prójimo).
Como vemos, la misericordia samaritana no se reduce a un mero sentimiento empático; incluye la acción por aliviar el sufrimiento del otro y el riesgo de compartir su destino. La encíclica, siguiendo al evangelista Lucas, sintetiza la reacción del samaritano así: se compadece, se acerca, venda al herido, lo monta en su propia cabalgadura, lo lleva a la posada y lo cuida. Todo un itinerario de lo que significa ser prójimo, de lo que significa “ser humano”, de lo que significa ser hermano.
Para el papa Francisco, esta parábola es “un ícono iluminador, capaz de poner de manifiesto la opción de fondo que necesitamos tomar para reconstruir este mundo que nos duele. Ante tanto dolor, ante tanta herida, la única salida es ser como el buen samaritano”. En esta línea, su encíclica habla de que esta historia no pertenece solo al pasado, es una historia que se repite. Señala que en la actualidad la desidia social y política “hace de muchos lugares de nuestro mundo un camino desolado, donde las disputas internas e internacionales y los saqueos de oportunidades dejan a tantos marginados, tirados a un costado del camino”.
Y sin rodeos afirma que “simplemente hay dos tipos de personas: las que se hacen cargo del dolor y las que pasan de largo; las que se inclinan reconociendo al caído y las que distraen su mirada y aceleran el paso”. El desafío está plantado: “¿Nos inclinaremos para tocar y curar las heridas de los otros? ¿Nos inclinaremos para cargarnos al hombro unos a otros?”. Si la respuesta es positiva y la meta es la fraternidad humana, como enfatiza la encíclica, la hoja de ruta deberá incluir las siguientes “miradas”.
La primera es hacia la persona asaltada, herida, abandonada. A veces, dice el papa, “nos sentimos como ella, malheridos y tirados al costado del camino. Nos sentimos también desamparados por nuestras instituciones desarmadas y desprovistas, o dirigidas al servicio de los intereses de unos pocos, de afuera y de adentro”. Son las “densas sombras del abandono, de la violencia utilizada con mezquinos intereses de poder, acumulación y división”. Dicho en otras palabras, la primera mirada es para dejarnos afectar por el dolor de las víctimas.
Luego la parábola nos hace poner la mirada claramente en los que pasan de largo. Al respecto, el papa destaca un detalle que, a su juicio, no podemos ignorar: “eran personas religiosas. Es más, se dedicaban a dar culto a Dios: un sacerdote y un levita”. Para el obispo de Roma, “este fuerte llamado de atención indica que el hecho de creer en Dios y de adorarlo no garantiza vivir como a Dios le agrada”. Expresado en palabras del Concilio Vaticano II: “La ruptura entre la fe que profesan y la vida ordinaria de muchos debe considerarse como uno de los más graves errores de nuestro tiempo”.
La tercera mirada es hacia el modelo del buen samaritano: una persona que ve en su camino a quien está herido, se acerca, reacciona con misericordia y le ayuda en lo que puede. Este personaje, comenta el papa, refleja que “la existencia de cada uno de nosotros está ligada a la de los demás: la vida no es tiempo que pasa, sino tiempo de encuentro”. Y en ese espíritu plantea que “estamos ante la gran oportunidad de manifestar nuestra esencia fraterna”.
Esa esencia, concretada en el proceder del buen samaritano, se condensa en el párrafo 81 de Fratelli Tutti en los siguientes términos:
La propuesta es la de hacerse presentes ante el que necesita ayuda, sin importar si es parte del propio círculo de pertenencia. En este caso, el samaritano fue quien se hizo prójimo del judío herido. Para volverse cercano y presente, atravesó todas las barreras culturales e históricas. La conclusión de Jesús es un pedido: “Tienes que ir y hacer lo mismo” (Lc 10,37). Es decir, nos interpela a dejar de lado toda diferencia y, ante el sufrimiento, volvernos cercanos a cualquiera. Entonces, ya no digo que tengo “prójimos” a quienes debo ayudar, sino que me siento llamado a volverme yo un prójimo de los otros.
En pocas palabras, la idea central de este capítulo gira entorno a tres acciones: dejarse conmover por el sufrimiento ajeno, hacerlo propio y comprometerse para erradicarlo. Eso es reaccionar con misericordia, la única manera de ser humano.
* Carlos Ayala Ramírez, profesor del Instituto Hispano de la Escuela Jesuitas de Teología (Universidad de Santa Clara) y de la Escuela de Liderazgo Hispano de la Arquidiócesis de San Francisco; docente jubilado de la UCA; y exdirector de Radio YSUCA.