El acceso a la información pública ha sido uno de los grandes avances de la sociedad salvadoreña. Costó trabajo conseguirlo, pero una alianza de distintos sectores de la sociedad civil lograron al fin el establecimiento de una buena ley y de un buen sistema de selección de los comisionados responsables del funcionamiento del Instituto de Acceso a la Información Pública. La selección de jóvenes profesionales operativos ayudó también al desarrollo adecuado del mismo. Y la población y la sociedad civil aprendieron rápidamente a hacer uso del Instituto. A la hora de hacer una evaluación de sus siete años de existencia, no hay temor de decir que ha jugado un papel importante en el desarrollo de la conciencia ciudadana de los propios derechos, así como en la lucha contra la corrupción.
Quedan, sin embargo, sectores exentos o reacios a la información pública. Por un lado, los militares, en especial cuando se les pregunta sobre crímenes del pasado, muestran una ignorancia reñida con la veracidad. Una institución como la castrense, donde casi todo se documenta, dice carecer de papeles que puedan reconstruir la historia de decisiones que necesariamente tenían que haber quedado documentadas. Se puede decir que no se documentan órdenes de masacres. Pero lo que no se puede negar es que hubo órdenes, discusiones y decisiones, por ejemplo, de despoblar amplias zonas fronterizas de El Salvador. Los abusos que se dieron en esos operativos, muchas veces con técnicas evidentes de tierra arrasada, se deducen del testimonio de los sobrevivientes. Se puede tratar de ocultar los atropellos —en general, todos los ejércitos que cometieron crímenes de lesa humanidad han tratado de hacerlo—, pero es increíble que nos digan que no se conservan informes de los operativos que tenían por objetivo el desalojo de la población. Esos informes, unidos a la voz de las víctimas, serían hoy evidencias claras contra los perpetradores de crímenes de guerra.
También en lo que respecta a la hacienda pública hay oscuridad. Y no tanto sobre la utilización de fondos del Gobierno, que cada vez se va clarificando más; es en el tema impositivo y de recaudación de impuestos donde el secretismo sigue imperando. Los ciudadanos tenemos derecho a saber quién paga impuestos y quién no, cuánto pagan los poderosos y cuánto se descuentan y de qué manera de los impuestos. El secretismo que rodea los datos de los grandes capitales de El Salvador se ampara con frecuencia en temas de seguridad o en el derecho a la protección de datos personales. Pero la información sobre el pago de impuestos no aumenta riesgos personales ni es un dato privado. Cumplir con las obligaciones tributarias es, en realidad, una responsabilidad pública, no privada, y en cuanto tal debe estar sujeta a supervisión de la ciudadanía. El simple hecho de que el impuesto de la renta personal aporte al fisco bastante más que el impuesto de empresa muestra una contradicción evidente, que el ciudadano tiene derecho a esclarecer o que se la esclarezcan.
Aun con los grandes avances en la materia, es imprescindible para nuestro desarrollo democrático continuar en la búsqueda de un mayor acceso a los datos de interés ciudadano, provengan estos de esferas oficiales o de sectores privados. Si los bancos están obligados a publicar datos que se podrían decir privados, con mucha más razón unos capitales que recurren con tanta facilidad a paraísos fiscales deberían ser sometidos al escrutinio público. Por su parte, el Ejército, la PNC y las instituciones que gozan del poder y capacidad de utilizar la fuerza por delegación gubernamental deben ser profundamente transparentes para poder decir que vivimos en un país democrático. Los progresos han sido grandes, pero tenemos que seguir caminando.
* José María Tojeira, director del Idhuca