Los casos Saqueo Público, en el que se señala al expresidente Mauricio Funes de liderar una compleja red criminal que sustrajo y lavó cantidades millonarias desde la Presidencia de la República, y Destape a la Corrupción, en el que el principal implicado es el expresidente Antonio Saca, son solo una muestra de los complejos procesos de cooptación criminal a los que ha estado sometido el Estado salvadoreño. Con mucha probabilidad, el monto de lo defraudado y los delitos de los que se acusa a estos dos exmandatarios no representan toda la corrupción cometida en sus respectivas administraciones ni constituyen la mayor defraudación al erario público desde la firma de la paz. Existen indicios de que cada Gobierno de la posguerra hizo lo suyo y que las fortunas de los presidentes crecieron exorbitantemente durante su paso por el Ejecutivo. De hecho, la Sección de Probidad de la Corte Suprema de Justicia tiene abiertas investigaciones en contra de los últimos seis presidentes de la República y tres de los vicepresidentes, incluyendo a Salvador Sánchez Cerén y a Óscar Ortiz.
Sin lugar a dudas, el Estado salvadoreño ha sufrido un continuo proceso de cooptación por parte de poderes indebidos, redes de criminalidad compleja en las que han confluido élites empresariales, políticas, militares, grupos criminales y actores institucionales. Garay y Salcedo-Albarán señalan que en un proceso de cooptación avanzada, funcionarios públicos manipulan o buscan modificar desde dentro del Estado, mediante prácticas legales o ilegales, las reglas del juego y las políticas públicas, con el fin de obtener beneficios de carácter económico, penal e incluso social; un proceso en el que también participan agentes externos, legales o ilegales. Pero más allá de las categorías analíticas que puedan explicar la captura del Estado salvadoreño, los hechos revelan dimensiones que no se deben perder de vista.
En primer lugar, no se trata de hechos aislados o de una corrupción coyuntural; tampoco es un problema que afecte solo a un Gobierno o a un órgano de Estado. Los indicios apuntan a que en el país existe una corrupción sistémica y estructural enquistada en el seno del Estado, favorecida por la existencia de determinados mecanismos legales y de mantenimiento del status quo, así como por una cultura institucional en la que el uso patrimonial de los recursos del Estado ha sido normalizada. La Asamblea Legislativa, la Corte Suprema de Justicia, la Corte de Cuentas y la Fiscalía General de la República, por citar solo algunas entidades que tienen facultades de control y sanción de estos hechos, han sido parte del entramado institucional que ha participado, favorecido y muchas veces encubierto la corrupción ejercida por los grupos de poder. La venta y compra de votos parlamentarios, la venta de decretos legislativos y ejecutivos a grupos privados, la venta de finiquitos y de fallos judiciales son solo algunas de las prácticas que muestran la corrupción sistémica que sangra al país. Esto resulta más fácil cuando las instituciones responden a repartos que buscan blindar los intereses de los partidos políticos y de sus socios ante cualquier eventual amenaza.
En segunda instancia, estas redes indebidas no solo buscan obtener beneficios económicos, sino también simbólicos (como legitimidad y reconocimiento social), que les permitan influir en distintos ámbitos, y judiciales, que les aseguren su impunidad. Para ello, les es prioritario cooptar el sistema judicial y realizar alianzas políticas. En esta línea, la sorpresiva alianza que establecieron Funes y Saca desde que el primero llegó al poder buscaba inicialmente asegurar la inmunidad de Saca. Luego convergieron en su empresa político-criminal. Finalmente, es importante señalar que para lograr legitimidad, estas redes indebidas requieren capturar instrumentalmente e infiltrar otras instancias que no forman parte del Estado, pero que son funcionales para sus propósitos, como medios de comunicación, organizaciones de la sociedad civil, sindicatos y partidos políticos. La captura de medios de comunicación mediante contratos de publicidad y sobornos a periodistas ha sido una práctica de larga data para asegurar la manipulación de la opinión pública. Izquierdas y derechas han recurrido sin escrúpulos a sobornos de este tipo, que han tenido como contrapartida a medios y periodistas corruptos. En los casos de Funes y Saca, los recursos para comprar periodistas, provenientes de la llamada partida secreta, también se ampararon y manejaron bajo el Organismo de Inteligencia del Estado, un eslabón en el que se debería profundizar dado el rol instrumental que ha tenido en estos procesos de corrupción sistémica del Estado salvadoreño.
* Jeannette Aguilar, directora del Iudop.