Ese es el título de una memorable película que tuvo dos versiones: la de 1927 y la de 1961. La primera, muda, en blanco y negro; la segunda, con sonido y a color. Más allá de esas lógicas diferencias, cada una recrea a su manera la vida de Jesús de Nazaret; sobre todo, su última etapa. A quienes andan entre las cinco y las seis décadas o más de existencia, vivían en ciudades con cines (el Central, el Roxy, el Capitol, el Deluxe y el Avenida, por citar algunos de los capitalinos) y podían pagar la entrada, quizás les diga mucho esa majestuosa producción que hizo época junto a Ben Hur, El manto sagrado, Los diez mandamientos y tantas otras cintas —que luego se repitieron una y otra vez en los canales de televisión cada Semana Santa—.
Hoy por hoy, no se necesita comprar boleto o esperar a la conmemoración anual de la pasión de Cristo para recordar el nombre de esa épica obra del séptimo arte. Muchos de los locales donde se exhibió Rey de reyes se han convertido en templos; en San Salvador, allá por el barrio San Jacinto, incluso hay una iglesia que así se denomina. Tampoco es preciso acudir a ese tabernáculo para rememorar el nombre de la cinta aludida. ¿Por qué? Porque en el país existe algo más apropiado para eso. Cada ocho días se instala la sesión plenaria de la Asamblea Legislativa y, en medio de esa recurrente puesta en escena, no faltan las intervenciones públicas de quien se siente ungido, predestinado, omnipotente, elocuente, sabio, hermoso y hasta simpático... todo un rey de reyes.
Por el sitio que ahora ocupa este personaje han pasado mujeres y hombres, cada cual con sus características propias. Unas y otros han dado de qué hablar. Y no han sido pocos ni irrelevantes los motivos. Pero este se lleva el Óscar. Cual soberano inmaculado e infalible, habló recientemente. "Habrá Corte Suprema de Justicia el domingo 1 de julio", sentenció. Y si él lo dice, Corte habrá, independientemente de que se pase por encima de lo que sea y se arriesgue tanto a futuro. De ser necesario, engalanará el Salón Azul para que sesionen extraordinariamente los que lo ocupan desde el primer día de mayo de este año del Señor.
A la fecha, no se sabe si eso ocurrirá. De instalarse tal conclave excepcional para imponer su Corte, habrá que esperar si su majestad convidará a lo más granado de la nobleza guanaca para que asista a otro banquete como los que acostumbra organizar en los salones palaciegos, pletórico de manjares traídos de fuera y bebidas espirituosas también foráneas. A la plebe no le quedará más que acatar los dictados de su excelencia, porque, según sus bufones, no se equivoca; mucho menos admite crítica alguna. Faltará ver qué migajas de pan y qué selecta función de circo contemporáneo le ofrece al populacho para calmar sus ánimos —si es que se exalta— y evitar que sea víctima de los manejos de quienes quedaron llorando y añorando sus privilegios, tras ser derrocados por la alternancia y el cambio que prometió el otro.
Y es que para el rey de reyes la gente que habita las profundidades de su feudo no piensa; por tanto, se deja manipular por cualquiera y con cualquier argumento. Como por ejemplo el siguiente: "No nos sentimos satisfechos que esta elección se haya hecho con el mecanismo de la dispensa de trámite. No compartimos las valoraciones que se han hecho porque de por medio hay una votación popular que se ha ignorado". Eso lo dijo en 2006 un importante miembro de la vigente realeza, segundo del otro en la actualidad, y ya investido para competir por llegar a ser el primero en 2014; lo dijo molesto cuando era el líder de la bancada roja en el Salón Azul y los tricolores hacían las mismas trampas que hoy condenan.
Para justificar su dictado absoluto, el rey de reyes recurrió a una corte venida a menos que se dice regional, pero que no está integrada por más que tres de los siete señoríos centroamericanos; una corte que no tiene ni las competencias para intervenir ni el poder para hacer cumplir sus sentencias, y a la cual, por tanto, nadie hace caso. Pero no importa. Al fin y al cabo, en este reino su palabra es la ley. Además, divina autoridad por encima de la insensatez mundana, lo hace por una noble causa: salvar a la Corte Suprema de Justicia, atrapada por cuatro magistrados cuya necedad imperdonable es hacer lo que nunca hicieron los Gutiérrez Castro y García Calderón, ahora asesores imperiales: cumplir lo que ordena la Constitución en su letra y en su espíritu. Gutiérrez Castro y García Calderón nos recetaron sentencias impresentables y rechazaron recursos que bien pudieron contribuir a superar la impunidad y reducir la violencia, poniendo en su sitio a los de verde olivo y a otros que se fueron fortaleciendo durante la posguerra y cuyos líderes negocian ahora con integrantes del séquito oficial.
Es hora de empezar a aprender de la historia para que la bota autoritaria —sea la izquierda o la derecha— deje de oprimir al pueblo. Un pueblo desesperado por su mala calidad de vida, pero con esperanza, avanza; uno en esas condiciones, pero sin esperanza, estalla. Hay que encantar a los que algunos entienden como la plebe para que busquen la esperanza donde se encuentra: abajo y adentro, entre el dolor y los anhelos de la gente; hay que animarlos para que se organicen y definan hacia dónde ir.