El político salvadoreño, en general, y los diputados, en particular, se caracterizan por la desfachatez. Mienten con tal tranquilidad que caen en el cinismo sin inmutarse. En las campañas electorales, se prodigan en hacer promesas aun a sabiendas de que no las cumplirán. La promesa de transparencia de la recién pasada campaña electoral no ha pasado la primera prueba seria. La puja de los partidos por asegurarse puestos en la Corte Suprema de Justicia ha llevado a las dirigencias a negociar sus fichas en secreto sin sonrojarse. Tampoco la promesa de servir al pueblo ha pasado la prueba. Los diputados se resisten a cerrar las posibilidades de la corrupción y a declarar el agua y el saneamiento bienes públicos no privatizables.
Inesperadamente, monseñor Romero los ha avergonzado y los ha hecho recapacitar. Los diputados que se habían apuntado en la misión oficial que asistirá a su canonización han renunciado. El vacío dejado por el presidente de la Asamblea Legislativa, quien prudentemente declinó formar parte de la delegación, fue llenado por tres diputados. Pero la presión social los obligó a desistir. Uno de ellos argumentó, con aparente sensatez, que la canonización es un acto confesional, reñido con la naturaleza laica del Estado. Si bien eso es correcto, los diputados suelen legislar con la Biblia abierta, en contravención con la laicidad del Estado. Otro, un antiguo vicepresidente impuesto por el fundador de Arena, no juzgó conveniente asistir a la exaltación de la víctima más prominente de su patrocinador.
Durante la discusión legislativa, una voz protestó indignada que la gente mira aviesamente a los diputados cuando abordan el avión, porque piensa que lo hacen con el dinero de los contribuyentes, lo cual, aclaró, no siempre es así. Esa indignación evidencia que la presión social es eficaz si se ejerce de manera amplia y sistemática. Así, pues, un rechazo social más claro y más universal tiene potencial para forzar a los funcionarios a actuar más sensatamente. De todas maneras, dada la afición de los diputados a los viajes, la actitud de los tres que renunciaron a ir a Roma con dinero público es notable. Pero ese es solo el comienzo. La coherencia y la honradez debieran llevarlos a prescindir de la pléyade de asesores y ayudantes que cada partido se receta. Si fueran tales, la legislación sería más oportuna y ágil. Pero esa no es su función. Una buena proporción del presupuesto legislativo se destina a recompensar, bajo la formalidad de salario, la lealtad al partido respectivo. Mientras tanto, todas las dirigencias se lamentan del elevado déficit fiscal y del volumen de la deuda.
La retractación de los diputados muestra cómo Mons. Romero sigue incidiendo en la realidad nacional. El gesto es pequeño dado todo lo que habría que hacer para sanear la gestión pública, pero ha tenido lugar en uno de los sectores sociales más inconscientes. En el contexto actual, la presencia de esos diputados en su canonización hubiera sido una hipocresía más. La canonización es un acto abierto y todos son bienvenidos, incluso los pecadores —tal como afirma con agudeza humorística la caricatura de un diario digital— si hay arrepentimiento y deseo sincero de conversión. Mons. Romero tiene pendiente aún este milagro difícil.
También tiene pendiente la unidad de la sociedad salvadoreña. La división siempre es maligna, pero la unidad no se impone desde arriba. La unidad solo es real cuando supera aquello que divide. En este caso, la enorme brecha que separa a la reducida minoría que acapara la mayor parte del ingreso nacional de la inmensa mayoría que debe conformarse con las sobras. La unidad se configura alrededor de realidades unificadoras; en concreto, la igualdad económica, la solidaridad y la fraternidad. La inspiración que la santidad de monseñor Romero pueda infundir nunca reemplazará la colaboración humana. Por eso, los llamados cada vez más frecuentes a una unidad no especificada deben ser tomados con cautela. Los Gobiernos del FMLN han dicho que su fuente de inspiración es Mons. Romero, pero no han pasado de colgar un precioso cuadro en Casa Presidencial. El candidato presidencial de Arena tampoco se queda atrás. No solo se confiesa “fanático” de Mons. Romero, después de haber jurado sobre la tumba del fundador del partido, sino que asegura que el fundamento de su política es “la visión inclusiva” del arzobispo. Sería muy oportuno conocer qué piensan sus colegas del partido y, sobre todo, la empresa privada agremiada.
Mientras la inspiración de Mons. Romero cobra cuerpo, su martirio denuncia el pecado de división, que mantiene en guerra a la sociedad salvadoreña consigo misma. Su profecía y su llamado a la conversión al reinado de Dios y su justicia son muy actuales. Al igual que el Evangelio, Mons. Romero no puede hacer otra cosa que dividir mientras la sociedad no se encamine hacia la igualdad socioeconómica, la convivencia pacífica y la renuncia al egoísmo. Si la división es tan dolorosa y la unidad nacional tan necesaria, tal como claman los nuevos predicadores de la unión, ¿por qué sus decisiones políticas no apuntan en esa dirección? A veces pareciera que aspiran a una unidad sin contenido y, en consecuencia, piden aceptar resignadamente la desigualdad predominante. La unidad será realidad cuando caigan los muros que separan a la sociedad salvadoreña.
* Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero.