O el presidente no está familiarizado con el sistema de salud del primer mundo o no ha visitado ningún hospital público nacional ni la consulta externa del Seguro Social. Lo primero es improbable, lo segundo indudable, excepto el nuevo hospital. Solo desde el desconocimiento pudo afirmar en la Asamblea General de Naciones Unidas que, “en cuestión de meses”, ha transformado el sistema público de salud en uno del “primer mundo”. En la actualidad, no existe la infraestructura, el personal, la tecnología y la inversión que ese nivel requiere. La mejora de algunas instalaciones y la apertura de un nuevo hospital no dan pie para hacer semejante afirmación. La actualización de los sistemas de salud, educación y seguridad ciudadana requiere de políticas de Estado, que ni siquiera se han planteado.
Este año, el presidente salvadoreño volvió a reclamar la reforma del sistema de Naciones Unidas en general y de la Asamblea General en particular. Pidió que la organización “cambie para que como humanidad podamos usar esta gran herramienta […] en el destino conjunto de la humanidad”. Sin embargo, pasó por alto que uno de los obstáculos para ello es el veto de la potencias que conforman el Consejo de Seguridad. Tampoco dio pistas sobre cómo hacer relevante la asamblea anual, excepto la conocida mención a Internet y al celular. Más aún, no se conoce ninguna propuesta formal reformadora de El Salvador. La crítica se queda corta y sus palabras no “pueden sonar fuertes” como quisiera. Criticar el veto de las potencias es criticar a Estados Unidos, algo a lo que Bukele no se atreve. Al contrario, su posición es similar a la de Trump. Los dos han echado en cara a Naciones Unidas la falta de liderazgo para enfrentar la pandemia.
No obstante, el presidente tiene razón al afirmar que el hambre, la falta de vivienda y muchas enfermedades son “problemas relativamente fáciles de resolver como humanidad” si esta “decidiera resolverlos”. Ahora bien, contraponer la falta de voluntad de los líderes mundiales con “la capacidad de transformación” de El Salvador es presuntuoso. El presidente extrapola el esfuerzo hecho en el área de salud, forzado por la crisis de la pandemia, a la realidad nacional. La pobreza, según la Cepal, en lugar de disminuir, ha aumentado en más de siete puntos este año y aumentará más. No toda la población tiene “una supercomputadora en el bolsillo”, como él aseguró. Muchos ni siquiera tienen acceso a Internet, tal como lo muestra la dificultad para implementar la educación a distancia en amplios sectores sociales y el elevado índice de deserción escolar. Por el momento, el país no experimenta ninguna “regeneración” ni es ejemplo de cambio.
La gran habilidad de Bukele y sus asesores es vender humo. Han explotado diestramente las décadas de descontento y frustración de la gente con los Gobiernos anteriores y los partidos tradicionales. Los anhelos de algo diferente han llevado a aceptar como real los que no son más que deseos. La recién nominada embajadora en Washington lo ha expresado lúcidamente, al declarar que hablará “del desarrollo que vendrá a El Salvador a través de proyectos”. La alienación expresa tanto la profundidad del desengaño con la política tradicional como la habilidad de Bukele y sus asesores para explotarlo a su favor. El sueño adquiere realidad por el poder de la desilusión. Paradójicamente, los residentes en Estados Unidos han mostrado la limitación de esta política del funambulismo. Mientras la citada embajadora asegura que Bukele prepara las condiciones para el regreso de los inmigrantes, estos han rechazado tajantemente esa posibilidad. Esas condiciones son irreales. La visión alternativa de la realidad les descubre el engaño. No confían en la promesas de la diplomática ni comparten los sueños de los seguidores locales del presidente.
Presumiendo de apertura en la Asamblea General, el presidente se permitió invitar a “pensadores y hacedores” de fuera a contribuir con la construcción del “milagro salvadoreño”. La invitación es cínica, pues Bukele desprecia la inteligencia. Solo acepta la colaboración de los sumisos. Ni siquiera sus ministros, supuestamente funcionarios de confianza, tienen espacio para desplegar sus conocimientos y sus habilidades. Ocupan cargos para cumplir las órdenes presidenciales, incluso las ilegales. De ahí que los planes de salud, educación y seguridad no aparezcan. Son innecesarios, ya que el presidente no solo provee, sino que exige un acto de fe en su providencia, algo totalmente inaceptable, porque solo en Dios se puede creer. Lo demás es idolatría.
El “milagro salvadoreño” no existe. Si algún milagro hay es cómo se las arregla la mayoría de la población para sobrevivir en condiciones adversas, cómo se arma de valor y emprende la arriesgada travesía hacia Estados Unidos, y cómo se sacrifica para enviar dinero a la familia que dejó atrás. El elevado volumen de las remesas evidencia lo poco que ha cambiado la situación y lo lejos que están las condiciones para su eventual retorno.
* Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero.