El Gobierno justifica la puesta en libertad de varios centenares de detenidos, muchos de ellos enfermos terminales, como un acto humanitario, que respondería a la petición del papa Francisco de practicar la misericordia. Pero la liberación de los prisioneros no responde al deseo de ser misericordiosos, sino a la necesidad perentoria de hacer espacio en unas prisiones sobrepobladas. El Gobierno solo retoma aquello que le interesa, pues el papa, en su mensaje para la Jornada de la Paz de este año, también ha pedido resolver los conflictos mediante el diálogo y adoptar la política de la no-violencia.
Esta invitación debiera ser reconsiderada por la administración de Sánchez Cerén y la sociedad en su conjunto dada la violencia cruel que desangra al país. La propuesta presentada por la pandilla más grande y poderosa para acabar con el derramamiento de sangre, mediante una negociación pública, es otra razón de peso para explorar la opción de una salida no-violenta. Aun cuando la pandilla no posee credibilidad y alimenta sentimientos de odio y deseos de venganza, la propuesta abre una posibilidad. Pequeña si se quiere, pero posibilidad. En un primer momento, ninguna de las partes de un conflicto violento es creíble ni aceptada como interlocutora válida.
Contrario a la tregua de hace cuatro años y medio, la pandilla en cuestión ofrece un diálogo público para estabilizar el país, algo que el sector privado reclama. El gran objetivo de ese diálogo, según su planteamiento, es detener la guerra, “porque todos en las comunidades están sufriendo el acoso y la represión”, “se está derramando sangre de todos lados. Gente inocente. Si muere un policía, las madres y los hijos sufren. Si muere un pandillero, las madres y los hijos sufren”. En definitiva, “son los pobres los que estamos muriendo. La gente pobre es la que está enterrando a sus hijos”, al igual que ocurrió durante la guerra civil. Independientemente de otras motivaciones ocultas, detener esta guerra es una exigencia de la ética política y de la moral cristiana.
Es tentador interpretar la propuesta como una muestra de debilidad. Pero hay indicios para intentar otra aproximación, aparte de que la pandilla se adelanta al advertir que son “temibles”. De hecho, el Gobierno no tiene control del territorio ni de la población. Ni puede presentar avances sólidos en este punto. La pandilla considera haber evolucionado, al pasar de “manada” a ser una organización sofisticada y política. En este sentido, plantea como objetivo del diálogo “dar vuelta a esta cosa”, que califica como un “monstruo”, cuya paternidad reconoce, pero que estaría dispuesta a destruir. El Gobierno ya ha respondido, precipitadamente, que la alternativa consiste en parar los crímenes, como si su posición fuera hegemónica.
La pandilla pide hablar de “reinserción integral” y general. No solo para sus integrantes, sino que también para las comunidades. Por reinserción integral entiende salud, trabajo y educación, cuya negación se encuentra en la raíz de su conformación. No se trata de que “el Gobierno ponga una panadería o una granja, para salir en televisión y luego desaparecer”, sino de programas de reinserción social y también de rehabilitación espiritual. En otras palabras, la pandilla pide satisfacer las necesidades básicas de la población. Se podría comenzar destinando el dinero que en la actualidad se dedica a seguridad, represión y gasto militar a la satisfacción de esas necesidades, tal como lo indica el papa Francisco.
Al presentar esa demanda, la pandilla reclama el derecho humano a “una segunda oportunidad”. El joven inmaduro, dice, “hace cosas que no tiene que hacer, pero cuando se hace adulto, y uno tiene hijos y todo, la mente madura. Eso que hiciste, ya no querés hacerlo […] Porque ves a tus hijos y querés lo mejor para ellos, enseñarles el camino correcto, pero para eso, lo primero es meterte en el camino correcto”. Por muy inhumanos que puedan ser los pandilleros, no dejan de ser personas y, cristianamente hablando, hijos de Dios. Sin duda, perdidos; pero hijos al fin y al cabo.
A cambio de la reinserción y la rehabilitación, la pandilla ha colocado sobre la mesa aceptar la baja de pandilleros activos y su propia desarticulación. Luego, otra pandilla añadió la suspensión de la extorsión e indicar dónde se encuentran las sepulturas clandestinas de sus víctimas, algo que el Ejército todavía no se ha atrevido ni siquiera a formular respecto a las suyas. El Gobierno, por su lado, debe introducir en la agenda de diálogo la cuestión de la justicia, la cual no puede marginarse, tal como hicieron en la otra guerra. La justicia debe ser satisfecha y existen posibilidades para ello. Pero eso solo será factible cuando se destierre, o al menos se contenga, el deseo de venganza. Aquí las víctimas son determinantes, tal como lo señala el papa, ya que si desechan la tentación de la violencia, se convierten en protagonistas de la paz.
La humillación tampoco es solución, porque de lo que se trata es de superar la vergüenza y de restablecer la dignidad de las personas. Por eso, el papa Francisco recuerda que Dios, después del pecado de Adán y Eva, y a pesar de haberlos castigado, hizo túnicas de piel para cubrir su desnudez. De esa manera, les devolvió su dignidad humana.