Toda la gente con algo de información sabía que el que llamaron Primer Gran Debate Presidencial 2014 no iba a ser tal. Las posibilidades de debate eran prácticamente nulas no solo por el teatro montado y la forma dispuesta para su desarrollo, sino también, y sobre todo, por los protagonistas y sus libretos. Pobre oferta en todos los casos, y pobre público que tuvo que soplarse y soportar semejante puesta en escena. Que es un avance en la precaria democracia salvadoreña, dicen. Pero ¿qué progreso representa un primer intento de algo que sirvió, únicamente, para aburrir durante dos horas al auditorio sentado ante el televisor u oyendo por la radio las verbosidades de cinco figuras acartonadas? ¿En qué se avanza con ese infeliz y fallido intento de conocer propuestas de solución a los problemas más graves del país?
A estas alturas, la sociedad salvadoreña merece algo mejor que la pantomima de debate recetado el domingo 12 de enero. El proceso de negociación que culminó el 16 de enero de 1992 en la capital mexicana fue algo novedoso, valioso y esperanzador, porque, además de lo que quedó establecido en el Acuerdo de Chapultepec, marcó un rumbo para el país y heredó un importante mecanismo para encarar desafíos y evitar futuros estallidos. Esta herencia es el diálogo franco y abierto, los entendimientos positivos, los pactos inteligentes que superan los intereses de las partes negociadoras y ponen por encima de todo el bien común. Eso permitió que en dos años el país transitara del momento más álgido del enfrentamiento armado, cuando las fuerzas insurgentes lanzaron su mayor ofensiva militar en noviembre de 1989, al definitivo silencio de los fusiles.
El Acuerdo de Chapultepec, que hoy cumple veintidós años de firmado, tiene su lugar especial en la historia salvadoreña contemporánea, porque ese día cesó el fuego; pero hubo otro más sustancial: el de Ginebra, suscrito en esa ciudad suiza el 4 de abril de 1990. El de Chapultepec se cumplió bien en algunos puntos, mal en otros. Con resistencias y pleitos se ha tratado hasta la fecha, por poner un ejemplo, todo lo relacionado con la seguridad pública y ciudadana. Se podrían mencionar más, pero, por espacio y prioridad, solo cabe agregar otro: el total desprecio de las partes negociadoras a los compromisos que adquirieron conjuntamente para superar la impunidad.
Pero en el caso del Acuerdo de Ginebra, que era el que le establecía la hoja de ruta a El Salvador para avanzar de verdad, no se puede hablar siquiera de un cumplimiento a medias. El Salvador debería haber caminado bastante ya en el respeto de los derechos humanos, en su democratización y en una supuesta "reunificación" de la sociedad. Esos fueron los tres grandes objetivos del proceso de pacificación planteados, junto con el fin de la guerra, en el primero de los acuerdos que firmaron el entonces Gobierno y la entonces guerrilla.
Pero la realidad sigue negando esos buenos propósitos tras dos décadas y dos años de aquel adiós a las armas. El Salvador sigue armado hasta los dientes y en pie de guerra. De tres guerras, más bien: guerra entre maras, guerra contra las maras y guerra sucia de las maras contra la población. He ahí una prueba irrefutable de la violación de un derecho fundamental: el de la seguridad. Del 16 de enero de 1992 al día de hoy, el Estado no ha sido capaz de garantizarlo para las mayorías populares, pese a ser su obligación constitucional; quien lo tiene medio o bien garantizado es el que puede pagar por ello. Pero no solo eso; también es prueba de la nula democratización del país.
Está claro que las elecciones periódicas no bastan para alcanzar la democracia; menos cuando los partidos políticos que participan son autoritarios, sus candidatos son impresentables y sus campañas millonarias —un insulto para quien sobrevive con un dólar diario o menos— constituyen una falta de respeto a la gente y un atropello a la razón. En democracia se vive realmente cuando la sociedad está organizada y funciona de tal manera que se respetan los derechos humanos sin distinción alguna. Y como se mencionó antes, acá solo está seguro quien tiene el dinero para pagar; ya sea a una empresa privada o a la mara que le cobra la renta. Ambas son lucrativas fuentes de ingreso, fruto de un mercantilismo que va de lo oportunista a lo siniestro.
El temor y el sufrimiento cotidianos generados por las amenazas, las muertes, las desapariciones y el desplazamiento forzado de familias enteras son consecuencia de la mala actuación de los mismos politiqueros de siempre, que aunque dejaron atrás los combates armados, siguen peleando donde sea, menos en las recepciones diplomáticas y en otros encuentros frívolos. Se agarran de los pelos desde sus curules, en los municipios y en los medios radiales, escritos y televisivos porque son tal para cual; pelean solo por sus intereses, pero, eso sí, hablando en nombre y en defensa del pueblo salvadoreño. Son, sin duda, tal para cual.
El pasado domingo en la noche lo confirmaron. ¿Qué le quedó a la audiencia que tuvo el aguante de ver de principio a fin el tal "debate"? Más de lo mismo que se ha venido repitiendo y repitiendo desde que arrancaron su loca carrera los partidos FMLN y Arena, violando la Constitución y derrochando dinero que bien podría destinarse para siquiera aliviar la situación de las mayorías populares por las que, según repite cada candidato una y otra vez, deben ganar las elecciones. Esa es la campaña más sucia de todas, que nunca la frenó el ente que debía hacerlo.
En el tema de la seguridad, se oyeron cosas esa noche. Quién sabe quién les hizo los guiones, pero fue patético escucharlos. Que militarizará, dijo uno, pese a que el "Gobierno del cambio" lo hizo como nunca antes lo había hecho otro durante la posguerra. Que aumentará el número de policías, dijo otro, sin explicar de dónde sacará el dinero para uniformes, armas, alimentación, infraestructura y demás. Que ocupará policías militares, dijo un tercero; y otro, que echará mano de francotiradores... Pueden decir eso y más. Ya Mauricio Funes —también hoy en proselitismo millonario y descarado, hasta con un anuncio que fue sacado del aire— dijo el 12 de octubre de 2010 que no era lo mismo "hacer promesas en campaña que implementar un programa de Gobierno".
¿Cómo, entonces, podrá caminar el país hacia los tres grandes objetivos del proceso de pacificación acordados en Ginebra hace casi veinticuatro años? ¿Cuándo comenzará acá la democracia a ser real y no solo formal? ¿Cuándo los derechos humanos de las mayorías populares, sobre todo los que tienen que ver con no tener hambre ni derramar sangre, empezarán a ser respetados? ¿Cuándo iniciará en serio la superación de la impunidad, para que las víctimas de siempre vean asomarse la verdad y la justicia? ¿Durante los próximos cinco años?
Mejor que cada quien piense qué fue lo que vio y escuchó el recién pasado domingo de siete a nueve de la noche. Lástima por el desperdicio de dinero a millonadas, pero todo apunta a que habrá segunda vuelta. Ojalá se organice otro evento, entonces, pero que sea un verdadero debate que entusiasme al electorado y le aporte a la decisión trascendental que deberá tomar. Si lo hacen sin cambiar el formato, que al menos le cambien el nombre. "Quién quiere ser millonario", por ejemplo, sería uno más acertado para la clase política nacional.