El domingo 9 de febrero de 2020 será una fecha que quedará escrita en la historia del país debido a la intervención militar de las instalaciones de la Asamblea Legislativa, avalada por el presidente de la República. Este despliegue se constituirá en una de las manifestaciones más claras de la maquinaria de creación y control de ideas de este Gobierno.
Es indiscutible la desconexión de las decisiones legislativas con las necesidades de la población. Esto se ha traducido en que, como lo muestra la encuesta del Iudop sobre la evaluación del año 2019, ocho de cada diez salvadoreños declaran desconfianza y reprobación del trabajo realizado por los diputados. Además, en este mismo sondeo de opinión, la Asamblea Legislativa y los partidos políticos son las instituciones públicas con mayores niveles de percepción ciudadana de corrupción entre sus miembros.
Sin embargo, lo anterior no puede ser, en ningún caso, una justificación para el abuso de poder ordenado por el presidente. Mucho menos aprovecharlo para alentar movilizaciones sociales para deslegitimar la institucionalidad del Estado salvadoreño en beneficio de la exaltación de la imagen del presidente. La frustración ciudadana con la forma en que funciona el sistema de partidos en el país, aunada con la evidente estrategia de ideologización política de esta administración, puede conducirnos peligrosamente a la anulación del Estado constitucional y democrático de derecho al que se le ha apostado desde el fin del conflicto armado. Un punto que parece no negociable entre la ciudadanía, pues existe un respaldo mayoritario a la democracia como mejor forma de gobierno (86.9%), según el último sondeo de opinión publicado por el Iudop.
En los primeros meses de gestión del presidente ya se advertían sus tendencias autoritarias. De hecho, en los primeros cien días al frente de la primera magistratura del país, cerca de la mitad de la población salvadoreña ya calificaba a Bukele como un líder autoritario: un 34.7% de la población lo describía como un líder que pone orden con mano dura y un 12.7% lo calificaba directamente como un líder autoritario. Parece que el hecho de que solo un 3.2% de la población perciba que el presidente es muy corrupto, que cerca de la mitad manifieste tener mucha confianza en él y, en consecuencia, que hasta el momento su gestión sea bien evaluada por las y los salvadoreños son elementos que le hacen creer que posee un cheque en blanco para dirigir el país los próximos cinco años, al margen de su obligación constitucional de “cumplir y hacer cumplir la Constitución y las leyes; así como procurar la armonía social, y conservar la paz y tranquilidad interiores”.
Las señales en nuestro país permiten advertir la potencialidad de la instalación de un régimen totalitario; es decir, que exista un ejercicio de poder desde el Ejecutivo concentrado en un sola persona (o partido político) que busque acaparar y, por supuesto, controlar todas las áreas del Estado. Ya las preferencias partidarias recogidas en las encuestas del Iudop adelantan el apoyo ciudadano a la nueva propuesta política respaldada por Bukele, Nuevas Ideas, que podría constituirse en un partido político único de masas. En esta misma línea, ya existe un líder carismático que ejerce pleno control no solo de dicho partido, sino del Gobierno. Bukele no duda en dar muestras de la extensión del control social que es capaz de ejercer no solo a través de las fuerzas armadas y policiales, sino también a través de algunos medios de comunicación.
Los factores anteriores, aunados con el desgaste de los órganos de Estado (Asamblea Legislativa y Corte Suprema de Justicia, especialmente) y sus funcionarios, la insistente reproducción de vicios pasados y la creatividad de esta administración para cometer nuevos desatinos, deben ser elementos de preocupación para la ciudadanía.
* Laura Andrade, directora del Iudop.