Desde las ciencias sociales, especialmente desde la sociología, la antropología y la historia, es bien conocido que la cultura es un producto social, dinámico, creativo, cambiante y adaptativo que afecta y moldea el comportamiento individual y colectivo de las sociedades humanas. La cultura es contextual. Lo que ahora se considera bueno, deseable y digno de ser emulado, en otros momentos históricos pudo ser visto como algo atroz. Las costumbres, creencias, tradiciones, ritos y, especialmente, los valores y las normas son construcciones sociales, no asuntos de la naturaleza o elementos que nacieron con las naciones y los pueblos. Más aún, todos estos elementos contribuyen de una u otra forma a legitimar relaciones de poder dadas en esos espacios sociales.
Ciertas tradiciones, por ejemplo, pueden tener un origen perfectamente determinable, con fecha, lugar, hora, autor. Muchas de ellas, especialmente las referidas a la nación y la patria, fueron deliberadamente inventadas por élites interesadas en influir en los imaginarios colectivos, contando su propia versión de la historia. Sin embargo, dado que son productos históricos, las normas y los valores están destinados al cambio.
La cultura cambia, nos guste o no. A veces de manera inercial, como reacción a la interacción con otras culturas y pueblos (solo pensemos en la presencia del "OK" en el lenguaje cotidiano salvadoreño); a veces por la acción deliberada de actores interesados, tal como sucede en el ámbito de la moda y/o la belleza: ciertas nociones estéticas son promovidas directamente por quienes hacen ganancias con la ropa, los cosméticos y los productos para adelgazar.
Pero hay otros cambios culturales promovidos intencionalmente para superar situaciones que afectan a la misma dignidad humana. Entre estos sobresalen aquellos que buscan la dignificación de las mujeres. Las sufragistas, por ejemplo, se jugaron la piel, la reputación, sus familias y la vida misma en una lucha por conseguir no sólo que las mujeres pudieran votar en unas elecciones, sino el reconocimiento de la calidad de ciudadanas de primer nivel, con todos los demás derechos que ello lleva aparejado, al igual que los hombres. El voto, en este caso, es más que la expresión de la opción por un gobernante u otro, es un ejercicio de ciudadanía para las mujeres. Toda una revolución cultural y política, cuya agenda continúa vigente y comprometida.
Tradicionalmente, las mujeres han sido vistas como objetos de "acompañamiento" a los hombres, "adornos" en eventos sociales, "colirios", entre otros epítetos que no dejan ver su calidad de ser humano. Si la sociedad es mucho más exigente con los estándares de belleza para mujeres que para hombres es porque se considera que el destino de las primeras es agradar y servir a otros. "Calladita se ve más bonita", se les dice a las niñas desde la más tierna edad. Esas actitudes culturales son reflejo de una de las tantas formas de discriminación hacia las mujeres.
Es lamentable que nos hayan socializado de esta manera. Es triste que las niñas y los niños aprendan este tipo de comportamientos en su casa, en la escuela, en la calle, en los medios de comunicación y hasta en las iglesias. Es nuestra cultura, es verdad, pero mujeres y hombres se encuentran ante el desafío de aprender otro tipo de valores que les permitan vivir más armónicamente, reconociendo en el otro y en la otra un ser humano, con igual dignidad y necesidad de respeto. En este sentido, es importante promover cambios culturales que lleven a la dignificación de las mujeres, los hombres y las relaciones entre ambos. A ello están llamados todos los agentes de socialización, todas aquellas personas e instituciones que transmiten y recrean la carga cultural.
Pero el Estado tiene una responsabilidad adicional en esto, ya que posee mecanismos para filtrar lo que se transmite a los niños, niñas, jóvenes y adultos. Particularmente, el Ministerio de Educación tiene la tarea de velar por lo que se enseña en las escuelas a la niñez y a la juventud salvadoreñas; y el Instituto Salvadoreño de la Mujer (Isdemu) tiene el mandato de velar por políticas que favorezcan la dignificación de las mujeres, la equidad entre hombres y mujeres, y la atención a los problemas derivados de la discriminación hacia las mujeres mismas.
La tradición de las cachiporristas en los desfiles que conmemoran la independencia patria, por ejemplo, contiene una fuerte carga de exposición del cuerpo de las adolescentes como objetos de entretenimiento, decorativos y sugerentes. Se reproducen así relaciones de género en las que las mujeres siguen siendo relegadas a un segundo plano; es decir, al plano de lo artificial, de la simple estética. Un cliché que reafirma en el imaginario colectivo, en la cultura, que lo que más se aprecia de las mujeres es su belleza física.
Por lo anterior, la prohibición de las cachiporristas fue una acción y un acto simbólico en la dirección correcta: promover que las mujeres sean vistas como algo más que un cuerpo y poner en la agenda pública la discusión acerca de los derechos de las mujeres. El Isdemu tomó, pues, una decisión valiente y aguerrida; y más aún porque es esa una actividad promovida por el mismo Estado.
Probablemente se hubiera provocado un resultado más certero con la medida reconociendo que los cambios culturales llevan tiempo y que, en muchos casos, las mismas víctimas de la discriminación son quienes más la defienden. Y ello por no contar con oportunidades de superación, de desarrollo, de formación o de crecimiento personal que traspasen el uso de la sexualidad como única vía de empoderamiento, visibilización y reconocimiento frente a la sociedad. Pero dado que la cultura cambia, es deber de todos transformarla a favor de la equidad y la dignidad de todas las personas.