La actual coyuntura nos obliga a hacer un examen profundo sobre la situación que experimentamos, que se destaca por una enorme incertidumbre acerca del futuro. Aunque a primera vista pueda parecer que la crisis en la que se está sumiendo El Salvador es fortuita, es decir, causada por el inesperado aparecimiento de una pandemia, también puede considerarse que es la pandemia la que nos encuentra sumidos en una crisis, determinada por la trayectoria que traía nuestro sistema social. Así, el hecho de que más del 70% de la fuerza laboral se encuentre en el sector informal y deba luchar por su supervivencia en el día a día no es en realidad una situación novedosa. Así como el alto índice de pobreza y violencia, o la enorme fragilidad ambiental en la que gestamos la vida. Hechos que en el fondo expresan el agotamiento del modo de organización social actual.
Ahora, con la pandemia de covid-19, estamos en un momento decisivo en el modo de gestionar la crisis. Siendo el primer responsable de ello el presidente. En ese sentido, lo que se ha visto hasta el momento nos hace pensar que esta gestión es insostenible en el tiempo. Con la paralización de la economía por las medidas de contención no solo se han desconfigurado las cadenas de producción y abastecimiento, sino que también está disminuyendo la capacidad del Estado para obtener ingresos, incrementando el déficit fiscal y haciendo más difícil la implementación de políticas públicas centradas en combatir la enfermedad.
La salida de recurrir a un mayor endeudamiento ya ha sido señalada por muchos expertos como excesiva, inviable y hasta peligrosa para la estabilidad financiera y macroeconómica del país. De hecho, la Ley de Responsabilidad Fiscal, cuya creación tenía como objeto evitar precisamente este escenario, ha sido actualmente suspendida. A lo que se le agrega un marco de poca transparencia sobre el modo en que estos abultados préstamos serán empleados.
Por tanto, más que los propios gobernantes, que a menudo olvidan que son meros servidores públicos y que los elevados sueldos que muchos de ellos gozan provienen de los mismos impuestos recolectados, es la población la que debe comprender que estas inyecciones de liquidez por medio de nueva deuda se traducirán en un corto plazo en un aumento de la carga tributaria que todos pagamos, empezando por los más pobres. Y que además están conduciendo de forma trepidante a un aumento del riesgo país, que nos puede llevar a una situación de impago y al cierre del financiamiento externo.
En este momento es necesario asumir que la precaria situación de las finanzas públicas conducirá a que el Gobierno implemente una reestructuración presupuestaria, que implicará una reorganización de la estructura estatal y de su interacción con la base social de la cual depende para funcionar. De ello se derivaría un significativo recorte en el gasto social y corriente del Estado, así como una probable subida de impuestos. Aunque el Ministro de Hacienda ha señalado que de momento el Gobierno no contempla subir el IVA y a los tributos a los combustibles, estas medidas ya han sido sugeridas como condicionantes de los desembolsos que han hecho instituciones como el Fondo Monetario Internacional, que le acaba de prestar al país 389 millones de dólares para combatir la pandemia.
No se puede gobernar abstraído de los problemas de reproducción de la vida material que actualmente está enfrentando la población. Como ya ha sido señalado, la dicotomía entre salvar la salud pública y salvar la economía es falsa, y es desmentida día a día por los que en este momento se enfrentan no solo al contagio de covid-19, sino al severo problema del hambre y la bancarrota. Si la trayectoria en la gestión de la crisis continúa, no solo se pondrá en riesgo la institucionalidad que tanto ha costado construir, sino también se abrirá la puerta a una mayor inestabilidad social.
* Gabriel Escolán Romero, docente del Departamento de Ciencias Jurídicas.