Según la narrativa del Nuevo Testamento sobre la resurrección, el sepulcro no pudo contener a Jesús. Lucas dirá: “¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo? Jesús ha resucitado”. Y cuando el mensajero angelical les dice a las mujeres eso, menciona explícitamente la crucifixión: Jesús, “que fue crucificado por las autoridades”, ha sido resucitado por Dios. El significado es que Dios ha dicho “sí” a Jesús y “no” a los poderes que lo mataron. Es decir, la resurrección revela que Jesús no era ningún malhechor, ni había sido abandonado por Dios, ni fue un falso profeta y mesías. La maldad, el legalismo y el odio de unos seres humanos le arrastraron a la cruz, pero Dios lo resucitó, dando el sí definitivo a la vida y pretensiones de Jesús.
Por eso, para los primeros cristianos, creer en la resurrección del Crucificado significó volver a Galilea y a Jerusalén. A Galilea, para proseguir sus pasos: vivir curando a los que sufren, amparando a los despreciados, defendiendo a los excluidos. Y volver a Jerusalén para reunir a la comunidad y compartir las experiencias del encuentro con el Resucitado, sin miedo a las autoridades judías ni a los romanos. Significaba, también, recibir la fuerza del Espíritu Santo, anunciar la Buena Noticia a la multitud y tener la valentía de decir a escribas y fariseos:
Jesús de Nazaret fue un hombre acreditado por Dios ante ustedes con los milagros, prodigios y señales que Dios realizó por su medio […] A este hombre ustedes lo crucificaron y le dieron muerte […] Pero Dios, liberándolo de los rigores de la muerte, lo resucitó, porque la muerte no podía retenerlo.
De ahí que se afirme que celebrar la Pascua es entender la vida de manera diferente. Es intuir con gozo que el Resucitado está en medio de nuestra vida sosteniendo para siempre todo lo bello y lo limpio que florece en nosotros. Está en nuestras lágrimas y penas como consuelo permanente. Está en nuestros fracasos e impotencia como fuerza segura que nos defiende. Está en las depresiones acompañando en silencio nuestra soledad y tristeza. Está en nuestros pecados como misericordia que nos soporta con paciencia infinita. La Pascua, en definitiva, es vigor, fuerza, ímpetu que convierte y conduce hacia una vida plena.
En esta línea, san Óscar Romero hablaba, en una de sus homilías (abril de 1977), de la fuerza pascual que transforma la historia y la Iglesia, posibilitando el paso de la muerte a la vida. Y al darle concreción a estas dos palabras, señalaba, en el ámbito histórico, que muerte “es pecado, mediocridad, injusticia, desorden, atropello de los derechos”. Por el contrario,
vida quiere decir justicia, respeto al hombre, santidad, esfuerzo por ser cada día mejor, porque cada hombre y cada mujer, cada joven, cada niño, vaya sintiendo que su vida es una vocación que Dios le ha dado para hacer presente en el mundo no solo la maravilla de la creación, que es imagen de Dios, sino la maravilla de la redención, que es elevación de la naturaleza, elevación de la sociedad, elevación de la amistad. Esa es la Pascua.
En su primera carta pastoral dirigida a la arquidiócesis, La Iglesia de la Pascua (1977), monseñor Romero asume como propio el sentir que una Iglesia pascual “debe ser una Iglesia de la conversión, de la vuelta fundamental a Cristo, a sus exigencias radicales del sermón de la montaña”. Sin duda, volver a Jesús para arraigar a la Iglesia en su persona, mensaje y proyecto del reinado de Dios es una exigencia primordial para una Iglesia que busca ser testigo del Crucificado que ha resucitado.
Por su parte, el papa Francisco, en su mensaje Urbi et Orbi de este año, desde el vigor e inspiración que supone la presencia del Crucificado que ha resucitado, exhorta a captar conscientemente la realidad, superando la indolencia y asumiendo un compromiso por la vida de los más vulnerables. Respecto a lo primero expresó:
Que, ante los numerosos sufrimientos de nuestro tiempo, el Señor de la vida no nos encuentre fríos e indiferentes. Que haga de nosotros constructores de puentes, no de muros. Que Él, que nos da su paz, haga cesar el fragor de las armas, tanto en las zonas de guerra como en nuestras ciudades, e impulse a los líderes de las naciones a que trabajen para poner fin a la carrera de armamentos y a la propagación preocupante de las armas, especialmente en los países más avanzados económicamente.
Frente a los gritos que provienen de personas y pueblos crucificados de hoy, señaló:
Que el Resucitado, que ha abierto de par en par las puertas del sepulcro, abra nuestros corazones a las necesidades de los menesterosos, los indefensos, los pobres, los desempleados, los marginados, los que llaman a nuestra puerta en busca de pan, de un refugio o del reconocimiento de su dignidad.
Desde el vigor pascual, pues, podemos afirmar la victoria de la vida sobre la muerte, del amor sobre el odio, de la misericordia sobre la venganza. Y podemos confirmar que vivir haciendo el bien, es decir, vivir como resucitados, es el reto para todos y todas en estas fechas.
* Carlos Ayala Ramírez, profesor del Instituto Hispano de la Escuela Jesuitas de Teología, de la Universidad de Santa Clara; y de la Escuela de Pastoral Hispana de la Arquidiócesis de San Francisco. Docente jubilado de la UCA.