Cada vez se habla más en el sector académico de la urbanización de la violencia. Aunque esta se difunde fácilmente en los cuerpos sociales, las ciudades —sobre todo a partir del rápido crecimiento de las mismas en el siglo XX— han ido adquiriendo protagonismo. El Salvador no es la excepción. En general, nuestras ciudades han crecido demasiado aprisa y con muy poca planificación. La gente ha migrado del campo, desarraigándose de culturas y tradiciones ancestrales, buscando empleos precarios ante la ausencia de trabajo digno. En las ciudades, por otro lado, se capta con mucha más evidencia la desigualdad. Todo está cerca y la pobreza extrema vive en la cercanía del 10% más rico. Al mismo tiempo, los bajos índices de crecimiento económico y la falta de oportunidades laborales han coincidido con la globalización de la información. Por esta última, los jóvenes de los cinturones de pobreza han ampliado sus expectativas de futuro, incluso más allá de las posibilidades que ofrece el país. La migración es en parte muestra de ello. Se van porque consideran que aquí no hay futuro digno.
La infraestructura deficiente en los barrios pobres, la ausencia de agua potable y de otros bienes indispensables en el campo de la salud, la educación o el bienestar tensan todavía más la situación. La proliferación de armas ligeras y el fácil acceso a las mismas multiplica la letalidad de los comportamientos conflictivos, desde los robos hasta las venganzas y los pleitos. El hecho de que El Salvador sea lugar de paso de la droga hacia el norte acrecienta riesgos e incide directa y claramente en actitudes y acciones violentas. El bajo nivel de eficacia de la PNC, los comportamientos mano-duristas y la desmotivación por bajos salarios se suman al ambiente propiciador de violencia. Y el estilo confrontativo y agresivo del liderazgo político, que polariza la vida ciudadana en torno a intereses de grupo, no alienta a la solución pacífica de conflictos.
Es precisamente en este contexto que surgen las pandillas. El culto a una masculinidad machista, la exclusión educativa, el ocio, la marginación han facilitado su crecimiento. El ambiente tenso, la ausencia de salidas laborales, el sentido de territorio y de su defensa han orientado claramente a estos grupos hacia la violencia. El crimen organizado ha procurado, además, servirse de ellos para la distribución o transporte de la droga, el control de territorios e incluso en algunas ocasiones para labores de sicariato. De momento no se percibe que esta difícil situación esté dando marcha atrás.
La polarización política y su instrumentalización por parte de los sectores de la oposición —que en el pasado cometieron los mismos errores que ahora critican— impiden encontrar caminos de consenso. Caminos que son indispensables para superar la desigualdad y la violencia, y aún más necesarios en un país lleno de vulnerabilidad. Terremotos, inundaciones, sequías nos sacuden con relativa frecuencia. Los efectos del cambio climático afectarán especialmente a los países situados entre los trópicos, y a sus ciudades. Todo hace pensar que en el país no hay un estudio serio sobre nuestra vulnerabilidad ante el cambio climático. Y mucho menos planes de contingencia y de superación de riesgos. Si no estamos preparados para catástrofes ambientales o sísmicas, estas pueden aumentar las tensiones existentes y llevarnos a una especie de guerras, que no serán como las clásicas ni como las civiles, sino un tipo de violencia en continuo cambio.
Si se quiere realmente enfrentar la violencia, hay que comenzar a revisar y corregir las desigualdades existentes. Que funcionarios del Estado ganen un sueldo entre cuarenta y cincuenta veces mayor que cualquiera de los salarios mínimos vigentes es un escándalo en un país pobre como el nuestro. La falta de transparencia del gran empresariado sobre sus ingresos es también escandalosa. Mientras a la clase media se le miden las costillas, los grandes empresarios tienen tanto legislación como mecanismos y ayudas para disimular sus ganancias o defenderse de las acusaciones o multas. Una fiscalidad mucho más exigente y estricta con los grandes potentados, especialmente con el 1% de la población más rica, es necesaria para superar estas desigualdades hirientes. Una inversión drásticamente mayor en salud, educación y prevención de riesgos es también indispensable. Crear una cultura de solución pacífica de conflictos, aplicar a algunos de los jóvenes delincuentes formas de justicia transicional bien planificadas, combatir con mayor exigencia la cultura machista, combatir el trasiego de armas y el crimen organizado son pasos ineludibles. La gran mayoría de los jóvenes en El Salvador son gente decente. Muchos se desaniman de la situación y buscan migrar. Otros deciden quedarse y enfrentar la realidad. Sin embargo, en las grandes ciudades, los jóvenes siguen siendo los sospechosos habituales y los detenidos frecuentes. En una sociedad desigual y violenta como la nuestra, perseguir a los jóvenes redunda en la multiplicación de la violencia más que en el control de la misma.