El miedo es una emoción primaria que surge ante el peligro real o imaginario. El miedo es universal y desagradable, es una de las pocas emociones que incluso compartimos con los animales. Los efectos del miedo en el cuerpo humano son variados: corazón acelerado, respiración agitada, sudor, agobio, insomnio, ansiedad, parálisis, deseo de escape, agresividad. El miedo es asfixiante y agobiante, y cuando se convierte en sentimiento generalizado en una sociedad, se transforma en un cáncer que carcome y enferma a cada sector de la misma, hasta inutilizarla y hacerla colapsar.
Los salvadoreños hemos vivido con miedo desde siempre; nacemos con miedo, vivimos con temor y morimos en medio del recelo y la preocupación. Durante las dictaduras del siglo pasado, vivimos con miedo a la tortura militar o a ser señalados como comunistas. Durante la guerra civil de los ochenta, vivimos con miedo a las balas; a terminar como los miles de muertos de El Mozote; a recibir la bala fatal que se disparó contra monseñor Romero o Rutilio Grande, asesinados para causar más miedo.
Luego vinieron los Acuerdos de Paz, donde conocimos nuevas formas de terror. Creció el miedo a no tener qué comer en una economía desigual y empobrecedora, a quedarse en el mismo país recibiendo un salario de miseria, a la delincuencia y las maras. Roque Dalton escribió que el salvadoreño nace medio muerto. Habría que agregar que también nace totalmente aterrado.
En la actualidad, seguimos viviendo con miedo. Según una encuesta de 2024 del Instituto Universitario de Opinión Pública, el 85.3 % de la población salvadoreña ve normal y probable que una persona o institución sufra consecuencias negativas por expresarse de forma crítica sobre el Gobierno o los funcionarios. Es decir, 8 de cada 10 salvadoreños teme a quienes, supuestamente, son sus empleados en el Estado.
Debido a este mismo miedo, en los últimos días escuchamos a dos comentaristas de la realidad nacional, de ideologías distintas e incluso encontradas, declarar que no participarán más en espacios públicos por temor a represalias. Un temor que ha motivado a cientos de periodistas, activistas y profesionales a exiliarse. Y qué decir de las múltiples organizaciones que han cerrado sus puertas, como Fespad o Cristosal, o las que han decidido desaparecer de la vida pública, escondidas en el caparazón protector de su silencio.
La política del miedo ha traspasado fronteras. Instituciones como Amnistía Internacional señalan que en El Salvador la cárcel y la prisión son armas para causar miedo y angustia, y que “defender derechos humanos o protestar pacíficamente puede costar la libertad”, tal como les sucedió a los abogados Ruth Eleonora López y Alejandro Henríquez, y al pastor José Ángel Pérez, presos de conciencia, detenidos como advertencia: “Tú puedes ser el siguiente”.
Pero el miedo finalmente cansa y aburre. La política del terror puede ser efectiva a corto plazo, pero al ser vacía y sin más principios o sustancia que la pistola o la amenaza, es incapaz de sostenerse en el tiempo, resquebrajándose ante el terror de un nuevo caudillo o el coraje de los movimientos sociales.
Hitler y Mussolini en Europa, Maximiliano Martínez en El Salvador y Ortega en Nicaragua son muestras de lo que sucede a estos mercaderes del dolor y la angustia, que mueren ahogados en la abundante sangre que han vertido, o son relegados al ostracismo internacional e histórico, donde apenas sirven como ejemplo y caricatura de aquello que da vergüenza.
Frente a los rostros autoritarios se yergue el testimonio de coraje y esperanza que nos han brindado tantos buenos salvadoreños, que nos recuerdan que tenemos derecho a vivir donde se respeten nuestros derechos fundamentales; derecho a opinar, criticar y pedir cuentas a nuestros funcionarios; derecho a reunirnos y organizarnos; a trabajar y recibir un salario justo dentro de una economía que distribuya equitativamente la riqueza.
Tenemos derecho a vivir en democracia, donde se respeten las leyes y las instituciones funcionen lejos del capricho de unos cuantos poderosos. Tenemos derecho a la inclusión y la humanidad, lejos del garrote y la cárcel como destino único. Tenemos derecho a vivir sin miedo. Mientras más rápido abracemos esa bravura interna que nos da esperanza, más cerca estaremos de heredar a nuestros hijos una sociedad más justa, donde no prime la ley del más fuerte, donde el débil tenga más opción que temblar de miedo escondido en una cueva.
* Oswaldo Feusier, académico del Departamento de Ciencias Jurídicas.