¿Podría alguien estar en desacuerdo con que toda persona tiene derecho al agua y a la alimentación? ¿Por qué no se querría que estos dos derechos sean reconocidos legalmente? Aunque parezca inverosímil, en El Salvador estamos viviendo esa situación. Un panorama que se agrava porque, según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), un millón de salvadoreños padece de desnutrición severa. Una cifra que fue confirmada por una investigación de 2013 de Fespad, que concluye además que el país tiene casi el mismo número de niños, mujeres y hombres desnutridos que hace 20 años. Y la situación del agua es igual o peor que la de los alimentos.
Aunque El Salvador supera el promedio mundial de precipitación anual, la disponibilidad de agua por persona es la más baja de Centroamérica, con menos de 2,000 metros cúbicos anuales por habitante; esto nos pone al borde del estrés hídrico, estimado en 1,700 metros cúbicos. Si seguimos así, estaremos en esa situación antes del año 2030. Para entonces, no habría disponibilidad de agua suficiente para toda la población. Esta situación, advertida desde hace años por los sectores sociales organizados, llevó a que en abril de 2012 la Asamblea Legislativa reformara el artículo 69 de la Constitución, que reconoce al agua y a la alimentación como derechos humanos y que, por tanto, compromete al Estado a garantizar su acceso. En ese momento, 81 diputados votaron por la reforma. Pero para que esta quede en firme se necesita la ratificación en esta legislatura.
Sin embargo, los diputados no se han puesto de acuerdo para garantizar en la Carta Magna el derecho humano al agua y a la alimentación. En agosto del año pasado, el director general de la FAO, José Graciano da Silva, pidió a los legisladores la ratificación de la reforma constitucional, resaltando todas las bondades que eso traería a un país con una situación crítica como la nuestra. Pero algunos partidos se han opuesto en la Asamblea a ratificar la reforma. ¿Por qué un representante del pueblo no estaría de acuerdo con que estos derechos queden garantizados en la Constitución? Ningún diputado o partido político han dado razones convincentes. El único legislador de la Democracia Cristiana condicionó su apoyo a la reforma si el FMLN votaba a favor de la ratificación constitucional del matrimonio heterosexual. ¿Acaso el hambre y la sed distinguen orientaciones sexuales? Otro diputado esgrimió un argumento más absurdo: dijo que no está dispuesto a aprobar algo que él no puede garantizar personalmente.
Estos argumentos no resisten la crítica y seguramente no son las verdaderas razones para negar sus votos. El agua y la alimentación (como la salud, la educación, el trabajo y la información) se pueden entender desde dos perspectivas: como derechos humanos o como mercancías; es decir, pueden tratarse como bienes públicos o como bienes privados. En el fondo, la resistencia de los diputados de derecha a declarar al agua y la alimentación como derechos humanos se debe a que los conciben como oportunidades de negocio y lucro para los grandes empresarios nacionales e internacionales. Probablemente los diputados que votaron en 2012 y que ahora se niegan a ratificar la reforma no se percataron de que declarar al agua y la alimentación como derechos humanos tendrá consecuencias en la legislación y en la institucionalidad que se implemente para hacerlos efectivos. Atestarlos como derechos humanos exigiría leyes de agua y de soberanía alimentaria que pusieran como prioridad el bienestar social por encima de los intereses de empresas y corporaciones.
Reconocer al agua y los alimentos como derechos no es una bandera de izquierda. El hambre y la sed no tienen color político. Las Naciones Unidas ratificaron la alimentación como derecho humano en 1996 e hicieron lo mismo con el agua en 2010. E instaron a sus Estados miembros a aplicarlos en sus legislaciones nacionales. El problema es que esta visión es contraria a los intereses empresariales que quieren hacer negocio con la necesidad y el sufrimiento de la gente. El hambre opaca el intelecto, atrofia la productividad e impide a los pueblos desarrollar todas sus capacidades. Sin agua simplemente no hay vida. No ratificar estos derechos es negar la vida al que no pueda pagar por agua y comida. El Estado debe velar por ellos especialmente, en la línea de lo que afirmaba Mahatma Gandhi: mientras más indefensa es una criatura, más derecho tiene a ser protegida contra la crueldad del ser humano. En Brasil, el reconocimiento constitucional del derecho a la alimentación facilitó la institucionalización y dio respaldo legal al programa Hambre Cero, que ayudó a sacar de la pobreza a millones de brasileños. Algo similar ha pasado también en Argentina.
Un Estado que se precia de ser democrático se caracteriza por la protección de los derechos humanos de sus ciudadanos; en El Salvador, esto no sucede. Necesitamos respuestas serias y no excusas. ¿Por qué, señores diputados, se oponen a la ratificación del artículo 69 de la Constitución? ¿Por qué se niegan a declarar al agua y la alimentación como derechos de todos los salvadoreños?