Los nueve años de cuatro magistrados de la Sala de lo Constitucional llegan a su fin el 15 de julio. Unos lo celebran y otros se preocupan. Ambas reacciones evidencian lo polémico que ha sido su período. Sidney Blanco, Florentín Meléndez, Rodolfo González y Belarmino Jaime comenzaron a ser noticia poco tiempo después de haber iniciado sus gestiones, en 2009. Sus sentencias les han valido el apoyo de muchos y la crítica de otros tantos, sin que nunca se pudieran quitar la sombra de haber sido elegidos a través de un arreglo partidario en Casa Presidencial. Incluso se afirma que si los cuatro magistrados hubieran tenido que conocer sobre sus propios nombramientos, tendrían que haberlos declarado inconstitucionales. En todo caso, es difícil hacer un balance objetivo sobre su trabajo.
Los que los han apoyado, sin duda, hacen una evaluación positiva, aunque ello no excluya disentir con algunas de sus sentencias. Los que los criticaron a lo largo de estos años harán, por supuesto, una valoración negativa, pero tendrían que reconocer los efectos positivos de otras de sus decisiones. Las dos visiones son complementarias. La Sala emitió sentencias trascendentales, sobre todo en el orden político-electoral y en materia de memoria histórica. Declarar inconstitucional la ley de amnistía, poner en el centro el derecho de las víctimas, posibilitar la democratización interna de los partidos y transparentar su financiamiento, reconocer que el agua es un derecho humano son acciones que marcaron la historia del país. Sin embargo, también dictaron sentencias polémicas que, entre otras cosas, implicaron la destitución de funcionarios, beneficiaron a grupos de poder económico (el caso de la ley de telecomunicaciones) y ahogaron financieramente al Gobierno.
Lo que poco se dice y que está de fondo en las reacciones encontradas es que gran parte de las sentencias han evidenciado la profunda debilidad institucional de El Salvador. De hecho, muchas versaron sobre omisiones en la aplicación de la ley por parte de instituciones del Estado. Por ejemplo, varias en materia electoral obedecieron a que la autoridad respectiva no hizo lo que debía o a la manipulación de la ley a manos de la Asamblea Legislativa. Precisamente en esto radica el mayor reto de cara al futuro: el fortalecimiento de la institucionalidad. El equilibrio de poderes descansa en el contrapeso que ejercen unos con otros para evitar o al menos limitar excesos y abusos. Y esa tarea la ha hecho, con sus más y sus menos, la Sala de lo Constitucional porque otras instituciones del Estado no funcionan.
En ese sentido, lo peor que puede pasar es que volvamos a tener una Sala pusilánime, obediente, que no dice ni dicta nada, y una Corte Suprema de Justicia capaz de interpretar una difusión roja de Interpol como aviso de localización. Los augurios no son buenos a juzgar por las declaraciones de uno de los cuatro magistrados, quien afirmó que en la Corte no hay voluntad para seguir conociendo casos de corrupción. Como sea, guste o no, se les apoye o no, terminan su función unos magistrados que supieron ser actores protagónicos del acontecer nacional.