Advertencia desde la memoria

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Editorial UCA
21/05/2025

Tarde o temprano, toda autocracia hace uso de la fuerza para callar la disidencia. Mientras más respaldo social pierde un régimen autoritario, más necesidad tiene de recurrir a la persecución y a la represión para sostenerse. Es parte del libreto del autoritarismo. En El Salvador, la deriva autoritaria ha cobrado nuevos bríos; diversos hechos recientes han causando una erosión de la popularidad del oficialismo, y la reacción de este no se ha hecho esperar.

El caso Cosavi, la aprobación de la ley que promueve la minería metálica, el alquiler del Cecot para migrantes deportados desde Estados Unidos, las deficiencias de las obras en Los Chorros, la investigación periodística que confirma los vínculos entre funcionarios de Bukele y las pandillas, la violenta disolución de la protesta de las familias de la cooperativa El Bosque son hechos que estarían impactado negativamente en la opinión ciudadana sobre el Gobierno, lo cual se suma al descontento por la aguda crisis de la economía familiar. En reacción, el Ejecutivo ha recurrido tanto a medidas populistas (por ejemplo, dar transporte público gratis en todo el país) como al uso de la intimidación y la fuerza. De esto último son ejemplos claros la detención del pastor evangélico José Ángel Pérez, del abogado Alejandro Henríquez y de la jefa de Cristosal, Ruth López, y la aprobación de la Ley de Agentes Extranjeros.

En un Gobierno democrático, las críticas se responden con argumentos, no con persecución; los señalamientos de delitos cometidos por funcionarios originan una investigación seria; la corrupción se combate con rendición de cuentas y transparencia; las protestas pacíficas de la población dan pie al diálogo y la búsqueda de soluciones. Esos son los caminos que hay que seguir para que El Salvador no se convierta en otra Nicaragua. Hay que evitar a toda costa entrar en una dinámica de desprestigio-represión que reviva las horas más trágicas de la historia nacional. Las escenas y disposiciones de los últimos días ya las vivió el pueblo salvadoreño el siglo pasado, y lo que siguió no fue bueno para nadie, ni para la población, ni para el país, ni para los gobernantes.

Monseñor Romero, ferviente defensor de la paz y la justicia social, siempre se opuso a toda forma de violencia y clamó por un diálogo constructivo para evitar un conflicto mayor. Sus palabras siguen teniendo vigencia y deben ser tomadas en cuenta por quienes dirigen el país: “Con represión no se acaba nada. Es necesario hacerse racional y atender la voz de Dios, y organizar una sociedad más justa, más según el corazón de Dios”.

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