No son pocas las encuestas que señalan un agudo desinterés ciudadano por las próximas elecciones. En el sondeo de opinión pública realizado por el Iudop en noviembre del año pasado, un poco más de dos tercios de los encuestados afirmaba tener poco o ningún interés en la campaña electoral. La mitad señaló no conocer a los candidatos a alcalde de su municipio y solo un 25% dijo saber quiénes eran los que aspiraban a representarlos en la Asamblea Legislativa. En esa línea, únicamente el 40% mostró algo o mucho interés en ir a votar. Aparte de estos datos, hay más señales: la gran cantidad de DUI vencidos, los bajos niveles de emisión y renovación del documento durante enero, los pocos jóvenes que lo reservaron para ser considerados en el padrón electoral, entre otras. Este desinterés generalizado por las elecciones es todavía mayor entre la juventud, que muestra más desafección política que los adultos.
Los factores que explican este escenario son múltiples y variados. Sin duda, uno de los de más peso es la falta de confianza en los partidos políticos y en la Asamblea Legislativa, a cuyos representantes toca elegir. Es lógico que si no se confía en los que tienen la responsabilidad de representar a la población y se evalúa mal su trabajo, poco interés haya en participar en su elección. Además, el nivel de desconfianza de la población en el proceso electoral es alarmante: casi 8 de cada 10 salvadoreños afirman tener poca o ninguna confianza en el mismo y solamente el 5% dice tener mucha en el Tribunal Supremo Electoral, la instancia responsable de gestionar las elecciones y dar credibilidad a sus resultados. Ahora queda claro que el Tribunal botó al traste en las elecciones de 2015 la confianza que se granjeó por su trabajo en los comicios de 2009 y de 2012.
Este desinterés electoral no es nuevo en El Salvador. Tradicionalmente, las elecciones legislativas y municipales han tenido menores niveles de participación que las presidenciales. Sin embargo, ese desinterés crece elección tras elección. En consecuencia, la participación el 4 de marzo podría ser una de las más bajas de la posguerra. El remedio podría residir en las nuevas generaciones, pero de ese lado el asunto tampoco pinta bien. El 29% del padrón electoral está constituido por jóvenes de entre 18 y 29 años. Pero ellos se sienten cada vez menos representados por los partidos políticos tradicionales, son el grupo etáreo que muestra menos interés en participar en las elecciones. Tampoco esto es gratuito.
A lo largo de las últimas décadas, la política ha estado copada por personas que se han apropiado de los puestos de representación popular para responder fielmente a posiciones tradicionales, ya sea de izquierda o de derecha, y que se han mostrado incapaces de entender y acompañar los problemas, necesidades y demandas juveniles. Por otro lado, los jóvenes son los que más sufren la violencia social, tienen enormes dificultades para insertarse en la vida laboral y no han visto ni gozado de los beneficios que un sistema democrático debería ofrecer. Tampoco pueden optar a cargos de elección popular hasta cumplir los 25 años. Para atraer el voto de los jóvenes, no basta con mostrar algunos rostros nuevos que dicen representarlos; es necesario apostar por ellos, defender sus intereses y responder a sus demandas. Esto no se ve en ninguna de las plataformas legislativas; todo huele a viejo.
A menos de un mes de los comicios y estando ya de lleno en la campaña electoral, que debería servir para despertar interés en acudir a las urnas, nada de lo visto ofrece alguna novedad ni muestra la fuerza necesaria para entusiasmar a una población apática y harta de promesas de cambio que nunca se realizan. En ese contexto, el abstencionismo podría marcar un récord histórico. Ojalá, por el bien de la democracia, nos equivoquemos.