A casi dos semanas de los comicios del 1 de marzo, por la falta de datos oficiales y las dificultades que se están dando en el proceso de escrutinio final, el resultado electoral y su confiabilidad están en entredicho. No se le puede seguir dando largas al asunto. Esta insólita y grave situación requiere de una pronta, clara y creíble solución; una solución que sea satisfactoria para todos y que desentrampe el proceso lo antes posible. Pero muchos más bien están buscando chivos expiatorios, como si eso fuera una solución al problema.
No es eso lo que el país necesita para salir del atolladero en que se encuentra en estos días poselectorales. No es hora de pedir cabezas, porque esa medicina agravaría la enfermedad. No es momento de buscar culpables para lavarse las manos, como si muchos de los que levantan el dedo acusador no tuvieran que ver con que el carro de las elecciones se estrellara de esta manera tan estrepitosa. Tampoco son creíbles ni útiles las afirmaciones de que hubo un boicot o un fraude electoral de grandes dimensiones.
El problema es que aún no hay resultados y que está siendo muy difícil obtenerlos. No se puede ocultar que se han dado graves inconsistencias en no pocas actas electorales. ¿Cómo se explica que hay actas que registren más votos que las papeletas que se usaron? ¿Cómo se puede dirimir que en decenas de actas haya más votos que votantes? Solamente hay una respuesta —que abonará a la transparencia que ha faltado—: volver a contar los votos de las urnas cuyas actas tienen graves inconsistencias. Es cierto que el actual Código Electoral no contempla soluciones para este tipo de problemas. Pero precisamente se debe a que fue redactado en condiciones muy distintas a las actuales, determinadas por las sentencias de la Sala de lo Constitucional. Además, ninguna ley es perfecta.
El Tribunal Supremo Electoral, como máxima autoridad en la materia, tiene la obligación y la prerrogativa de dirimir los conflictos que se susciten y que no estén contemplados en la legislación vigente. Y en eso debe primar el criterio más importante: la confianza y la credibilidad del resultado, antes que seguir a pies juntillas lo que establece la ley. Y no es ilegal hacer lo que la ley no impide. Si hay un vacío legal, este debe llenarse con la decisión de las autoridades competentes.
Lo más peligroso, la vía que a toda costa hay que evitar, es que este tipo de irregularidades, que están debidamente documentadas, sean obviadas y quieran resolverse a través de negociaciones y componendas entre partidos políticos. Eso es inaceptable, y ni siquiera debería considerarse, porque sería hacer a un lado la voluntad popular manifestada en las urnas, incluso ir en contra de ella. Si el Tribunal Supremo Electoral no ejerce su función cuanto antes en el marco de lo que le faculta la ley, habrá tirado por la borda las ya machacadas credibilidad y confianza en la institución y en los procesos electorales. De ese modo, quedaría servido el plato de la más agria desconfianza para los próximos años y ello les restará legitimidad a los funcionarios que resulten elegidos.
En el actual contexto, la creciente apatía y recelo de un alto porcentaje de la población hacia la institucionalidad política y hacia los procesos electorales explica la pasividad casi absoluta ante la presente problemática. Un gran daño se causaría al país si todos o algunos partidos políticos pretendieran pescar en este río revuelto. Eso daría pábulo a los argumentos de quienes denuncian pretensiones totalitarias a costa de fraudes electorales. Es fundamental que la Fiscalía General de la República y la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos cumplan el papel que les corresponde: hacer cumplir la ley, denunciar las anomalías que se cometan y velar por el respeto a la voluntad popular. Fuera de los partidos, estas dos instancias son las únicas facultadas por la ley para estar presentes en el escrutinio final, como garantes del respeto a la voluntad popular y al debido proceso.
No se debe postergar más la solución. Cada día de atraso en la presentación de resultados oficiales y confiables aumenta las dudas y resta credibilidad a la institucionalidad y a los procedimientos democráticos.