La Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) está proponiendo para nuestro subcontinente un cambio estructural para la igualdad. Y la razón es más que evidente: la desigualdad campa a sus anchas por toda Latinoamérica; en lugar de disminuir en la medida que ha avanzado el nivel de desarrollo en la región —tal como prometieron los estrategas neoliberales—, ha ido en aumento. A pesar del crecimiento económico de la última década, la pobreza y la indigencia no han desaparecido, y la riqueza de un muy pequeño sector se ha incrementado enormemente. Para este sector, hablar de igualdad es molesto, en tanto cuestiona su condición privilegiada. A otros les parece anacrónico, pues lo asocian a principios comunistas. Pero para quienes defienden y viven los principios del cristianismo, la igualdad es un imperativo que brota de la dignidad de la que gozan todas las personas y del derecho irrenunciable que toda la humanidad tiene a una vida digna.
El Salvador, por supuesto, no escapa al problema de la desigualdad. Nuestra economía apenas ha crecido en términos reales a lo largo de los últimos cincuenta años, lo que significa que el pastel a repartir ha conservado su tamaño. A pesar de ello, un pequeño grupo exhibe un nivel de vida y consumo cada vez mayor. Lo que se puede apreciar en la proliferación de residencias, vehículos y centros de entretenimiento de lujo. Si el pastel sigue siendo el mismo, esto significa que este grupo ha logrado que crezca su porción en la misma medida en que se reduce la del resto de la población; en otras palabras, mientras los ingresos de unos pocos aumentan, los del grueso de salvadoreños disminuyen. Y como es sabido, la desigualdad y la falta de oportunidades para un amplio sector de la población generan conflictos sociales y abonan al incremento de la violencia y la inseguridad ciudadana.
La Cepal, pues, está tocando con su propuesta una de las llagas de América Latina. Las actuales estructuras económicas y sociales generan desigualdad, y es necesario transformarlas no solo para generar más riqueza, sino también para garantizar una mejor y más equitativa distribución de esta entre toda la población. Con ello, la Comisión confirma lo que ya muchos han denunciado antes: el modelo neoliberal y la teoría del rebalse han fracasado y deben ser reemplazados por un modelo económico social e incluyente. Un modelo que tenga en el centro y como objetivo principal el bienestar de la gente.
Si El Salvador quiere avanzar hacia un verdadero desarrollo, y que este sea incluyente, no puede desoír las recomendaciones de la Cepal. Los principios que propone no son novedosos, son los mismos que se han repetido una y otra vez en los foros honestamente interesados en la construcción de un mejor país para todos. Por un lado, es necesario fomentar la producción en todos los campos y aprovechando la totalidad del potencial nacional. Un país que no produce no es sostenible. Es necesario dignificar el trabajo y aumentar las fuentes de empleo, pero debe ser un empleo decente, que goce de la debida protección social y con salarios dignos. Por otro lado, es necesaria una mejor y más equitativa distribución de la riqueza, lo que se logra a través de un sistema tributario solidario y progresivo, en el que los que tienen más aporten más. Este sistema debe funcionar bien y el Estado debe combatir con energía la evasión fiscal, de modo que nadie eluda su obligación ciudadana de pagar los impuestos que le corresponden. Si el Estado tiene mayores ingresos, podrá incrementar la inversión pública en infraestructura y crear un sistema de protección social universal, que garantice una serie de servicios mínimos y de buena calidad para toda la población. También se debe eliminar la corrupción, racionalizar el gasto público y mejorar la eficiencia del funcionamiento estatal. Estas son algunas de las propuestas que hace la Cepal. Si son tomadas en cuenta y puestas en práctica, se abrirán las puertas a la transformación de la región y al avance hacia una mayor justicia social.