Por casi 50 años, Colombia ha sufrido una guerra interna que suma ya casi un cuarto de millón de muertos, decenas de miles de desaparecidos y, en total, siete y medio millones de víctimas. Afortunadamente, en los últimos tiempos, el país sudamericano ha sido noticia no solo por sus exitosas experiencias de reducción de la violencia en algunas ciudades, sino por el proceso de paz entre el Gobierno y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Las conversaciones están tan avanzadas que, a petición de ambas partes, el lunes 26 de enero el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidades emitió una resolución en la que establece que el organismo internacional enviará una misión para verificar la implementación del acuerdo de paz.
Según han afirmado personalidades que han intervenido directamente en las negociaciones, en Colombia se ha tenido como referencia —para aprender de él— el proceso de paz salvadoreño que desembocó en los Acuerdos de Paz del 16 de enero de 1992. En base a lo que se conoce de los resultados hasta el momento, los colombianos han aprendido de lo que se hizo en nuestro país, pero también, y especialmente, de lo que no se hizo. Y ellos nos abre la oportunidad de también aprender de lo que allá se está haciendo, porque en asuntos tan trascendentales como la búsqueda de la paz nunca es tarde para enmendar la plana.
Tanto la delegación del Gobierno como los representantes de las FARC en este proceso de concertación —ambos se han rehusado a llamarlo “de negociación”— distinguen claramente dos momentos esenciales: el fin del conflicto y la construcción de la paz. El primero corresponde especialmente (aunque no solo a ellas) a las fuerzas beligerantes; en el segundo debe intervenir toda la sociedad y es de mucha más larga duración. Entre los seis temas en los que han llegado a acuerdos se encuentra el referido a las víctimas. Ambas delegaciones han afirmado categóricamente que las víctimas deben estar en el centro de todo el proceso de concertación y ser el fin del acuerdo de paz.
De hecho, las víctimas del conflicto han intervenido de forma permanente en el proceso y una representación de ellas se presentó ante ambas delegaciones para compartir sus sufrimientos. Los protagonistas de esta dinámica han dicho que por encima de todo está la verdad. “Aquí no hemos venido a intercambiar impunidades”, afirmó uno de los participantes directos en el acuerdo de paz. Y por ello, para hacer justicia a las víctimas, se buscará conocer la verdad de las graves violaciones a sus derechos, independientemente de si fueron cometidas por las fuerzas guerrilleras, por el Ejército o por los paramilitares. En definitiva, lo que se persigue es dignificar a las víctimas con una reparación no solo económica.
En contraste, ¿qué lugar ocuparon las víctimas del conflicto salvadoreño en los Acuerdos de Paz? La respuesta es simple y dura: nunca tuvieron centralidad, ni durante el proceso de negociación ni en los Acuerdos; su sufrimiento ha sido invisibilizado. Aunque algunos insistan en negarlo, la crisis que hoy vivimos en parte tiene que ver con lo que se dejó de hacer en el pasado. La carta de ciudadanía que se le dio a la impunidad con la ley de amnistía, esa que sigue siendo invocada por los militares acusados de la autoría intelectual de la masacre en la UCA y que algunos consideran la piedra angular de los Acuerdos de Paz, constituye un desprecio institucional a las víctimas y un premio a los violadores de derechos humanos. 24 años después del fin de la guerra, tampoco la verdad ha tenido la centralidad que buscan los colombianos. Al contrario, acá se la ha ocultado y negado. Así no se construye la paz, así no hay perdón que valga.