Si la Cuaresma es un tiempo para la reflexión y la conversión personal, debería serlo también para la reflexión y la conversión social. Los acontecimientos diarios muestran una realidad social muy alejada de la voluntad de Dios y de su proyecto para la humanidad, anunciado por Jesús como el reinado de Dios. La sociedad salvadoreña está resquebrajada por la injusticia, que mancha casi todos sus ámbitos y dinámicas. Nuestro sistema judicial está lleno de fallas y es ineficaz en su misión de impartir pronta y cumplida justicia. Las familias campesinas que producen maíz y frijol para todos reciben un pago por los granos que no cubre los costos de producción. Así, son ellos, los campesinos, quienes a costa de continuar en la pobreza subsidian la alimentación del país. También es injusto un salario mínimo que no alcanza para cubrir los costos de la canasta básica para una familia de cuatro personas. Y más injusto es que el salario mínimo del campo sea casi la mitad del salario mínimo de la ciudad. ¿No es igual de valioso el trabajo de unos y el de otros?
Tampoco es justo que los niños que asisten a las escuelas públicas no encuentren en ellas la misma calidad de educación que la que se imparte en los colegios privados, y que muchos de ellos crezcan desnutridos por falta de alimentación. Igual de injusto es que en los hospitales públicos no haya camas ni medicinas suficientes y adecuadas para atender a los que, por su extrema pobreza, no tienen posibilidad alguna de ir a otro lado. Injusto es que no se pueda viajar en el transporte público en condiciones dignas, seguras, sin correr el riesgo de sufrir un accidente o ser asaltado. Y más gravemente injusto es que se evada impuestos con impunidad o se extorsione a los pequeños comerciantes en los barrios. Sirvan estos ejemplos para iluminar la realidad de injusticia en nuestra sociedad; desgraciadamente, la lista es tan larga que no hay espacio suficiente en este editorial para mencionar todos los casos que muestran con claridad la necesidad de luchar contra la injusticia en El Salvador.
Los profetas de Israel frecuentemente llamaban a la conversión, a cambiar de vida, y ponían el énfasis en aquellos aspectos de la sociedad que no eran bien vistos por Dios porque impedían la justicia y causaban sufrimiento, especialmente a los más vulnerables de su sociedad. Por lo general, el mensaje profético iba dirigido a todo el pueblo; y en algunos casos, se dirigía a los gobernantes con posibilidad de cambiar la situación de ese pueblo, y a aquellos que con sus acciones, movidos por la codicia y el afán de poder, oprimían a su gente. Los profetas denunciaban las injusticias y los atropellos, buscando sobre todo la conversión de la sociedad en su conjunto. La esencia de su mensaje se orientaba a que la sociedad de Israel se organizara y funcionara de acuerdo a la ley y al corazón de Dios, que se estremecía ante la injusticia y el sufrimiento de su pueblo, y reclamaba la igual dignidad de cada uno de sus miembros. Rescatemos hoy ese mensaje profético y asumamos no solo la necesaria conversión personal, sino también la de todas esas estructuras —sean sociales, políticas o económicas— que en lugar de fomentar la vida y la igual dignidad de las personas, producen desigualdad, exclusión y privilegios para unos pocos, conculcando con ello los derechos de la mayoría.
La doctrina social de la Iglesia, tan poco conocida y predicada en nuestros templos, tan olvidada por la mayoría de católicos, es una buena guía para reflexionar y tener más claridad sobre cómo debe ser una sociedad para estar acorde con el proyecto de Dios. En primer lugar, debe dar centralidad a la persona. La igual dignidad de todos, que se expresa en iguales derechos y deberes para todos, es uno de los principios cristianos fundamentales. Por ello, la sociedad debe respetarla y posibilitarla. En este principio se fundamenta el concepto de la justicia social, central en las enseñanzas de la Iglesia. Una sociedad que quiera ser cristiana debe encaminarse hacia la justicia social y vivirla en todos los ámbitos de la vida. Según el documento Gaudium et spes del Concilio Vaticano II, la justicia social existe en la medida que una sociedad posibilita que cada persona disponga de los medios necesarios para desarrollarse plenamente. Esta debe ser nuestra aspiración y por eso debemos cambiar todo lo que impida el desarrollo pleno de cada persona. La Cuaresma, como tiempo para la reflexión y la conversión, es una buena oportunidad para que políticos, funcionarios, empresarios, religiosos y ciudadanos revisemos qué está impidiendo la satisfacción de las necesidades humanas fundamentales del pueblo salvadoreño, para remover esos obstáculos y construir un nuevo país. Sin justicia social, no es posible la paz ni el desarrollo, decía Juan Pablo II. Y en esto tiene especial responsabilidad la autoridad, que, según la doctrina social de la Iglesia, está para garantizar la justicia social y la búsqueda del bien común.