Los políticos siempre eligen palabras para utilizarlas como propaganda. “Libertad”, “cambio”, “desarrollo”, “honestidad” y otras muchas se han usado en exceso, sin que del discurso se haya pasado a la realidad. Otras son todavía más absurdas si se las compara con los hechos. Hablar de austeridad en un país que no se plantea casi nunca la necesidad de tener un único servicio y sistema público de salud, suena un poco raro. Se trata casi siempre de austeridad para lo que interesa a un grupo, y no de una que permita adecuadas inversiones en servicios públicos y universales de calidad, sea en la salud o en la educación. Pedirle austeridad a la élite económica, exigirle vía impuestos que una parte de su riqueza ayude a quienes tienen más necesidad o malviven con salarios de hambre, no suele ser bien visto. Y hay ricos en el país que no solo derrochan, sino que enseñan a hacerlo. Algunas empresas parecen pensar que fomentan la austeridad pública cuando estafan a poblaciones enteras. Tal es el caso de la Coca Cola, que paga una miseria a la municipalidad de Nejapa por el agua que obtiene de un río de la localidad para preparar sus refrescos.
Tampoco es muy brillante aquello de “primero El Salvador, segundo El Salvador, tercero El Salvador”, ni semántica ni ideológicamente. Y si además lo comparamos con la corrupción y las masacres que se cometían mientras se machacaba con el eslogan, la perplejidad sube al máximo. Lo mismo podríamos decir de políticos que hablan de socialismo sin dar pasos firmes y adecuados hacia la socialización en el campo de la educación con calidad, la salud igualitaria y digna, la vivienda decente, la seguridad social y la seguridad ciudadana. Desde su ignorancia, los ricos de nuestro país se asustan cuando oyen hablar de socialización, un tema plenamente aceptado por la doctrina social de la Iglesia católica. Pero no son mejores los políticos de izquierda que se llenan la boca hablando de socialismo y son incapaces de dar pasos firmes en el campo de la necesaria socialización.
En esta línea, algunas palabras de la Constitución se han vuelto incomprensibles para el ciudadano. La “notable honradez e instrucción” que se exige constitucionalmente a una buena parte de los funcionarios públicos de primer nivel se ha vuelto ya tema de burla. Es muy difícil compaginar la instrucción notoria con faltas de ortografía o con ignorancia manifiesta de algunos términos de la lengua oficial en la que se redactan sentencias judiciales. Como tampoco se puede compaginar la honradez notoria con algunos de los asesores contratados para servir y ayudar a los diputados. Nos encantan las palabras altisonantes, pero solemos olvidar que detrás de ellas, para que signifiquen algo en la vida cotidiana, tiene que haber precisión. Mientras la precisión se exige en las finanzas, en los exámenes de la academia y en el mundo de la producción, en la política cada palabra puede ser imprecisa y tener el sentido que cada quien quiera darle.
Hay términos que se ponen de moda. Hoy ha reemergido la palabra “terrorista”. Recientemente se capturó a 231 personas en un salón de fiesta en el centro de Apopa, a menos de una cuadra de la municipalidad. La Fiscalía habló de acusar a toda esa gente de agrupaciones ilícitas y preparación de actos terroristas. Si así fuera, El Salvador podría patentar un nuevo modo de preparar actos terroristas mientras se baila colectivamente reguetón. La jefa policial de Apopa redujo el número de detenidos de 231 a 92, y sin lugar a dudas el sistema judicial lo reducirá aún más. Así, el escándalo inicial y su sensacionalismo se quedarán pronto en un caso más de mala práctica en la persecución del delito y de soberana pérdida de tiempo y de energías, que deberían utilizarse más bien en el combate del crimen organizado. Con este uso de las palabras es perfectamente explicable que el estallido del polvorín en el Regimiento de Caballería se haya atribuido inicialmente a una chispa de un trabajo de soldadura, posteriormente a un sobrecalentamiento y por fin a un cortocircuito. Todo dicho alegremente antes de hacer una investigación seria sobre el hecho. Porque las palabras no importan mucho.
Mientras las usemos tan caprichosamente, será difícil entendernos para caminar en la senda de un verdadero y equitativo desarrollo. Los seres humanos buscamos siempre verdad, entendimiento, sabiduría y conocimiento. Pero el uso irresponsable de las palabras en el ámbito público es, por un lado, expresión del atolladero en el que nos encontramos y, por otro, muestra de la incapacidad de construir planes eficientes y eficaces. Un poco de precisión, seriedad, respeto ciudadano y compromiso social es indispensable para construir un futuro más digno en El Salvador.