Luego de que el jueves 6 de febrero el Consejo de Ministros convocara a sesión extraordinaria a la Asamblea Legislativa, se desató una serie de acontecimientos que han atentado contra nuestro sistema democrático. La convocatoria estuvo seguida de una retahíla de amenazas, insultos y descalificaciones hacia los diputados, tanto por parte del presidente de la República como de varios de sus funcionarios y seguidores más agresivos. Amenazas que fueron subiendo de tono con el transcurso de los días, y que se tradujeron en hechos como el retiro de los agentes PPI que dan protección a los legisladores y la presencia injustificada de policías y militares en las cercanías de los domicilios de algunos diputados y en las sedes de los partidos políticos opositores.
El sábado 8, el ministro de la Defensa Nacional convocó a una rueda de prensa para afirmar públicamente que cumpliría las órdenes del presidente, incluso a riesgo de su propia vida. El extremo de esa peligrosa deriva se alcanzó con la toma de la Asamblea Legislativa por parte de policías y militares fuertemente armados, el domingo 9 de febrero. De este modo, la Fuerza Armada rompió con el respeto a la máxima ley del país para ponerse al servicio de la mesiánica aventura inconstitucional de Nayib Bukele. La obediencia de la Fuerza Armada a su comandante no puede ser ciega, tiene un límite claro: la Constitución. Y ese límite fue quebrantado el pasado domingo.
Ya con el recinto legislativo bajo dominio militar y policial, el presidente ingresó al Salón Azul a dejar claro, como diría después, que él tenía el control de la situación y que si lo deseaba podía disolver la Asamblea Legislativa. No bastando con esa exhibición de fuerza y autoritarismo, dijo que no iba a “pulsar el botón” de la disolución porque Dios le había pedido paciencia. El delirio llegó a su punto más alto cuando, fuera de la Asamblea y ante los ahí congregados (seguidores de Nuevas Ideas y empleados del Gobierno, en su mayoría), dio plazo de una semana a los diputados para la aprobación del préstamo de la discordia y convocó a la población para el próximo domingo, afirmando que en esa ocasión no sería él quien impediría la insurrección popular para destituir a los legisladores.
Lo del fin de semana tiene todas las características de un acto dictatorial, propio de un presidente que no acepta que otro poder del Estado se oponga a sus planes; un mandatario que está dispuesto a apoyarse en la Policía y el Ejército no para mantener la legalidad y la soberanía nacional, como corresponde, sino para romper el orden constitucional si es necesario. Es difícil que los más fanatizados seguidores de Nayib Bukele recapaciten y den marcha atrás en su deriva antidemocrática (aunque, por el momento, no vayan más allá de animarla desde la virtualidad de las redes sociales). Pero la PNC y la Fuerza Armada, en tanto instituciones, deben entender que su obediencia no puede ser incondicional. Antes que obedecer las órdenes de un funcionario que ha perdido de vista las responsabilidades de su mandato, deben medir las consecuencias de sus actos y defender la Constitución y el sistema de gobierno en ella establecido. La institucionalidad no está para respaldar delirios personalistas. Este tipo de hechos no pueden repetirse en el país ni quedar impunes.