En estos días cercanos a la Navidad, tiempo de celebrar el nacimiento del niño Jesús que vino al mundo para mostrarnos que la plenitud se alcanza en el amar y servir, se está concretando un plan gubernamental que amenaza al país desde hace meses: la derogatoria de la prohibición de la minería metálica, una ley que fue resultado del esfuerzo colectivo de personas, comunidades y organizaciones en defensa de la vida y el medioambiente. Con la prohibición de la minería no “se denegó la posibilidad de hacer uso de los recursos de la nación para el desarrollo económico e integral de los salvadoreños”, como afirma el oficialismo, sino que se priorizó la salud de la ciudadanía y el bien común frente al interés de las industrias extractivas.
La aprobación del dictamen de la ley general de minería metálica por parte de la bancada cyan es una acción propia de un gobierno deshonesto y profundamente materialista, y se ha justificado recurriendo a falsedades obvias sobre la minería metálica: que entraña múltiples beneficios, que crea empleos de calidad, que desarrolla las economías locales, que de sus ganancias se obtienen recursos para remediar el desastre ambiental que deja a su paso. Lo que plantea el oficialismo es un oxímoron, una unión de contrarios, pues la protección del medioambiente y la extracción minera son opuestos; no existe la minería verde.
La administración Bukele está echando adelante su proyecto prescindiendo de la consulta pública y el análisis ambiental que son de rigor para una ley de este calado. Con ello refleja su falta de visión a largo plazo, profundo desinterés por el sentir y pensar ciudadano, y total desconexión con las realidades ecológicas y sociales que afectan a la población. La prohibición de la minería no es absurda, lo absurdo es permitirla cuando, como muestra la última encuesta del Iudop, a nueve de cada diez personas no les gustaría trabajar en una mina; cuatro de cada cinco están muy preocupadas por los problemas medioambientales del país y consideran que es muy peligroso vivir cerca de una mina; y dos terceras partes opinan que en El Salvador existe ya una crisis de agua y que no es un territorio apropiado para hacer minería metálica.
La minería metálica representa una amenaza directa para la salud pública, los ya menguados recursos hídricos y la biodiversidad; como da fe la experiencia en Argentina, Brasil y Perú, por solo citar tres ejemplos, la industria contamina de manera irreversible. En la encíclica Laudato si, el papa Francisco nos recuerda que “todo está interconectado” y que “la naturaleza no es un simple conjunto de bienes a ser explotados”, sino parte integral de nuestra casa común. En este sentido, la minería metálica no solo atenta contra la naturaleza, sino contra la humanidad: al dañar el entorno, compromete el bienestar de las generaciones presentes y futuras. Por ello, el papa cuestiona: “¿Qué tipo de mundo queremos dejar a quienes nos sucedan? Lo que está en juego es nuestra propia dignidad. Somos nosotros los primeros interesados en dejar un planeta habitable para la humanidad que nos sucederá”.
El Salvador requiere de políticas públicas alineadas con la solidaridad, la justicia distributiva, la protección ambiental y la equidad intergeneracional. La derogatoria de la ley que prohíbe la minería metálica va en contra de esa necesidad. Como afirmó la Conferencia Episcopal de El Salvador hace algunos días, “la más grande riqueza de un pueblo es la vida de las personas y su salud; eso vale más que todo el oro del mundo”.