El diálogo y su debido proceso

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Editorial UCA
16/07/2014

La Resolución 53/243 de las Naciones Unidas sobre cultura de paz establece al diálogo como uno de sus elementos clave, enfatizando que debe constituirse en el medio fundamental para resolver los conflictos en la sociedad. Si hay un indicador de avance de las sociedades cuando hablamos de la paz y desarrollo digno, es el uso, limitado o universal, del diálogo.

La idea no es nueva. La experiencia de El Salvador tampoco lo es. Los Acuerdos de Paz de 1992 mostraron la necesidad capital de dialogar para poner fin a la guerra civil. Y aunque el resultado fue aplaudido, las resistencias iniciales al proceso vinieron desde muy temprano y desde todos lados. Por tanto, no basta proclamar la necesidad de diálogo; es necesario crear los términos del debido proceso.

En los últimos meses, hablar de diálogo, u oponerse a ello, ha estado presente en diversos momentos, espacios y lugares. El nuevo Gobierno dice buscarlo; se lanzó desde diversos ángulos la necesidad de dialogar a propósito del problema de la violencia y la delincuencia. Pero también están los que se niegan a hacerlo, los que quieren condicionar el proceso y quienes saludan la bandera política de la apertura.

En la cuestión, cuatro elementos han de tomarse en cuenta. En primer lugar, el diálogo como método es un compromiso ineludible con la sociedad, el Estado y los grupos que aspiran a la paz. Podemos cuestionarnos la veracidad y honestidad de quienes proclaman la urgencia del diálogo, pero no puede cuestionarse que es ineludible para abordar la conflictividad, las diferencias, desacuerdos y los grandes problemas del país, como la reforma fiscal, la reducción del déficit público, la violencia y la seguridad, entre otros.

En segundo lugar, el disenso es parte esencial del diálogo. El desacuerdo no solo es momento constitutivo, previo y necesario del diálogo (de lo contrario, no habría necesidad de intercambiar puntos de vista), sino también expresión del conflicto que precisamente pretende abordarse. Por eso, el disenso no es solo una posibilidad, sino una parte clave del proceso de diálogo; implica conciliar acuerdos más allá y más acá de las diferencias.

Lo que no se vale es procurarse ventajas, o imponer limitaciones u obstáculos, o fijar ámbitos en los que se puede o debe dialogar. El diálogo debe pretender apertura, pero como proceso supone preparación de condiciones y un método. No se trata solo de juntar buenos deseos y planificar reuniones periódicas. Más allá de la voluntad, ha de pensarse en el debido proceso como tercer elemento a tomar en cuenta. La regla mínima del buen proceso dice que, para abordar un conflicto, los involucrados y posibles afectados deben participar. Un diálogo sin participación es mera decisión de cúpula.

Por último, en cuarto lugar, las diversas resistencias manifiestas al diálogo, sea sobre el proceso de seguridad o sobre decisiones gubernamentales, indican hasta cierto punto que culturalmente no lo estamos todavía asumiendo como herramienta ineludible. Nuestra experiencia debería hacernos caer en cuenta de que, por sobre todas las cosas, deberíamos siempre optar por el diálogo para abordar las diferencias.

Sin embargo, el ejercicio de poder a conveniencia, los intereses creados, la politiquería y la pose machista suelen constituirse en obstáculos que conectan con una cultura que opta por la imposición de soluciones a través del uso de la fuerza. De ahí que, en defensa de la promoción de la cultura del diálogo, deben encenderse todas las alarmas posibles en cuanto afloren métodos y actitudes totalitarias.

La posibilidad de crear estados de excepción focalizados para atender el problema de la violencia, en vez de abordar analíticamente soluciones factibles y construyendo los consensos necesarios, es una mala señal cuando queremos desterrar experiencias militares del pasado. Los intentos de poner condiciones al diálogo, la resistencia a abordar directamente los asuntos, las intenciones de excluir a las partes y las actitudes autoritarias son muestras de que el camino hacia una cultura de paz se truncó, a pesar de la experiencia de los Acuerdos de 1992.

Promover el diálogo y su debido proceso, hasta que se materialice culturalmente en nuestro modo de proceder social, será la verdadera garantía de que no se repitan las atrocidades del pasado. La clase política, los empresarios, los funcionarios del Estado y los ciudadanos debemos tener esto presente: nos afirmamos en el diálogo o nos arriesgamos a continuar anclados en los capítulos más oscuros de nuestra historia.

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