El fenómeno y la cultura de la violencia

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Más allá de las distintas interpretaciones y los diversos usos políticos que se le da a los números que arroja la situación de la violencia, parece que el consenso generalizado es que hemos llegado a una situación límite que pone en entredicho la viabilidad del país. Las estadísticas muestran una tendencia preocupante: por segundo año consecutivo, El Salvador sobrepasó los 4 mil asesinatos en 2010. Además, el primer mes de 2011 cerró con 360 homicidios, es decir, 11.6 asesinatos en promedio por día. Ciertamente, se registra una disminución con respecto a los meses de enero de 2009 y de 2010, pero, en las actuales circunstancias, ello no puede ser motivo de alivio.

Este grave estado de violencia no es patrimonio exclusivo de El Salvador; es un fenómeno que golpea en similar magnitud a Guatemala y Honduras, y con mucha mayor fuerza a México, que tiene a la que es considerada la ciudad más violenta de mundo: Ciudad Juárez. Pero mal haríamos en encontrar consuelo en las desdichas ajenas.

Para hacernos una idea de lo difícil de nuestra situación, basta decir que en El Salvador y Centroamérica se ha superado por mucho la tasa de homicidios (10 asesinatos por cada 100 mil habitantes) considerada por la Organización Mundial de la Salud como indicador de epidemia. La violencia en el país ha batido récords; actualmente, en promedio, el pueblo salvadoreño llora más muertos que por los que guardó luto durante la guerra civil. La frialdad de estos números y porcentajes encuentra su contraparte en los temores que manifiesta la población en los sondeos de opinión: la violencia suele ocupar el primer lugar en la lista de preocupaciones ciudadanas.

En el fondo de este panorama, encontramos la triste constatación de que la violencia se ha convertido en una especie de cultura que nos hace creer que la fuerza es el medio idóneo para resolver los problemas. La violencia se comienza a respirar desde el hogar, donde los niños y las niñas la viven y sufren, son testigos del maltrato que se prodigan sus padres y se alimentan diariamente con los negros hechos que transmite la televisión. La violencia se extiende así como norma de conducta en todas las esferas de la sociedad. Tanto las extorsiones como la lógica irascible y abusiva que prima en el tráfico vehicular son solo dos ejemplos de lo que decimos.

Siendo ya la violencia un patrón cultural, su solución requiere del concurso de toda la población, desde los padres y madres de familia y los maestros y maestras que tienen a cargo la formación de nuestra niñez en sus primeros años de vida, hasta los medios de comunicación en su papel de formadores de la conciencia colectiva. Pero la mayor responsabilidad en el combate del flagelo la tienen, por supuesto, las instituciones del Estado, como garantes de una paz social cada vez más inexistente en nuestra sociedad.

Precisamente, una de las razones por las cuales la violencia ha devenido en patrón cultural es que vivimos en una especie de reino de la impunidad. A las nuevas generaciones se les está enseñando que se pueden cometer actos violentos sin que pase mayor cosa, pues las instancias encargadas de llevar a la justicia a los responsables de tanto crimen son deficientes, inoperantes y hasta negligentes. Lo mismo que sucedió después de la guerra civil sigue operando hoy en esta guerra social que vive el país: el triunfo de la impunidad.

Es tiempo de enfrentar la violencia no solo en sus manifestaciones más crueles, sino también y sobre todo desde sus raíces culturales. Se debe combatir con efectividad y prontitud a los delincuentes de a pie y de cuello blanco para ir desterrando la impunidad, pero también enfrentar ese patrón cultural con otro en el que la tolerancia, el respeto y el diálogo sean los medios únicos para resolver nuestros conflictos y dirimir nuestras diferencias.

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