El retorno del general

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Editorial UCA
17/07/2013

El retorno de David Munguía Payés al Ministerio de Defensa ha sorprendido a buena parte de la opinión pública. Y más porque parecía que el nombramiento de Ricardo Perdomo en Justicia y Seguridad Pública suponía un cambio en la política de seguridad implementada en los tiempos del general. La incidencia que ahora pueda tener Munguía Payés desde el Ministerio de Defensa en las políticas de seguridad está por verse. Pero es bueno reflexionar sobre lo que se puede hacer en este campo durante los últimos meses de la administración del presidente Funes. En el inicio del actual Gobierno, el tema de la justicia y seguridad fue puesto en manos de militantes del FMLN y de profesionales del derecho independientes. Trabajando en equipo, enfocaron sus actividades a la lucha contra el narcotráfico. Se dieron algunas detenciones importantes al tiempo que crecía el número de homicidios, ya altos y en ascenso desde los tiempos de Saca. Simultáneamente, se empezó a acentuar el protagonismo de los militares en la lucha contra la delincuencia.

Desde la presidencia de Antonio Saca, la presencia militar en tareas de seguridad fue en aumento. Si en 2006 el número de soldados asignados a tareas de seguridad era de 897 efectivos, tres años después, en el último de Saca y el primero de Funes, ya sumaban 6,500. Para 2010, ya con Munguía Payés en Defensa, se alcanzó la cifra de 8,200 efectivos en tareas de seguridad, que se mantuvo en 2011. La historia posterior es de sobra conocida. Tras el paso del general desde el Ministerio de Defensa al de Justicia y Seguridad Pública, pareció que se fortalecía la tendencia a la mano dura. Se hablaba de estar haciendo músculo para atacar con todo a la delincuencia y se decía en público que "quien dispara a un policía, muere". Y de repente, en un salto repentino hacia una especie de mano blanda, apareció la tregua. Los homicidios bajaron de modo espectacular mientras las informaciones sobre la tregua y el involucramiento del Gobierno se mantenían en una nebulosa, en la que no faltaban las contradicciones.

Cuando la Sala de lo Constitucional declaró inconstitucional el nombramiento de Munguía Payés en Justicia y Seguridad Pública, dio la impresión de que se daría un nuevo cambio de política. Al lenguaje más duro del nuevo Fiscal General de la República le acompaña ahora un nuevo ministro de Justicia y Seguridad Pública menos partidario de hacer favores a los pandilleros encarcelados. Todo parece endurecerse y los homicidios aumentan de nuevo. A ese repentino auge de los homicidios le siguió muy pronto, tras una aparente intervención, publicidad incluida, de Raúl Mijango, un nuevo descenso. Y a continuación, en una secuencia rápida de sorpresas, el nombramiento del general Munguía Payés como ministro de Defensa. Todo demasiado rápido.

Viendo las cosas en perspectiva, podemos decir que estos últimos años han estado dominados por la atención al narcotráfico o por la atención a las pandillas. No se ha visto una política de prevención, y las oscilaciones no dan mucha esperanza. La reducción de homicidios, que ofrece una posibilidad objetiva de estructurar una mejor política de seguridad, no ha sido aprovechada ni manejada adecuadamente. Los promedios de asesinatos, aun después de la tregua y de una reducción positiva, no han bajado de los niveles de epidemia. En otras palabras, la muerte violenta, a pesar de su reducción estadística, sigue siendo una tragedia nacional.

La pregunta que nos queda es si después de las vacilaciones, cambios de rumbo y oscuridades se puede hacer algo en los meses que quedan hasta la elección presidencial. Aunque las declaraciones simplistas y poco inteligentes de Norman Quijano en este terreno no dan pie a pensar en un pacto de seguridad ciudadana serio, el Gobierno tiene todavía la posibilidad de elaborar una política sustentable. Una política que incluya, con claridad y trasparencia, la tregua como un camino hacia la reinserción de los miembros de las maras que no tengan delitos pendientes; destine más y mejores recursos a la investigación y la persecución del crimen organizado; y amplíe las políticas preventivas de la delincuencia juvenil, especialmente con programas de educación formal e informal, y que faciliten y estimulen la oferta laboral de salario digno para los jóvenes. Si esto se elabora con claridad y con cercanía a las instituciones de la sociedad civil, estaremos aprovechando el tiempo que le queda al Gobierno actual. Si nos limitamos a medidas sorpresa o a repetir confusiones, avances y retrocesos momentáneos, no solo perderemos el tiempo, sino que profundizaremos el problema.

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