Con la sentencia de inconstitucionalidad de la ley de amnistía, El Salvador se abre a una nueva etapa de su historia. De nuevo, la Sala de lo Constitucional sorprendió a muchos, tanto a los que esperaban un fallo contrario como a los que ansiaban la derogación de la ley pero habían perdido la esperanza de que los magistrados tuvieran la valentía de sentenciar en contra de la mayoría de los grandes poderes del país. Los que se emplearon a fondo por impedir esta sentencia son los mismos que ahora vaticinan días apocalípticos. Hoy, los que han martillado por conveniencia y oportunismo político sobre el obligatorio cumplimiento de las sentencias de la Sala no pueden menos que aceptarla, aunque no estén de acuerdo con ella. En realidad, lo que hicieron los cuatro magistrados fue darles la razón a las personas, organizaciones y, sobre todo, a las víctimas que por más de 20 años lucharon en contra de una ley inconstitucional, injusta e inhumana.
Una vez más, a los que se rasgan las vestiduras y pregonan que la sentencia reabrirá heridas hay que decirles que estas nunca cerraron. Por el contrario, la sentencia da la posibilidad de que cicatricen, porque sin conocimiento de la verdad, sin justicia y sin dignificación del ofendido, las heridas nunca cierran. A los que anuncian cacería de brujas hay que decirles que el reconocimiento de que el perdón y el olvido no se imponen por decreto debe ser visto como una oportunidad de rectificar la injusticia cometida. A los que gritan que los dos bandos fueron igualmente responsables de crímenes de lesa humanidad durante la guerra hay que tratarlos como lo que son, mentirosos. Mentirosos que deforman la realidad a fin de seguir intercambiando impunidades.
Los hechos son claros: la Fuerza Armada y los agentes estatales cometieron casi diez veces más crímenes de lesa humanidad que la guerrilla, con el agravante de que el Estado está obligado a proteger a sus ciudadanos, pero optó por perseguirlos y asesinarlos. Sin embargo, el número de casos no reduce de ningún modo la responsabilidad de los que cometieron crímenes de lesa humanidad. Sin importar el bando, quien lo hizo debe responder ante la justicia. A los que furibundos dicen que los magistrados metieron al país en un infierno hay que responderles que el infierno lo vivieron y siguen viviendo las víctimas y sus familiares, y que la violencia que hoy sufrimos es producto, al menos en parte, de no haber escuchado antes el clamor de los ofendidos. A los que machaconamente pregonan que la amnistía es la piedra angular de los Acuerdos de Paz hay que recordarles que más bien contradijo el espíritu de dichos acuerdos y dio carta de ciudadanía a la impunidad.
En definitiva, las críticas a la sentencia distan de ser desinteresadas; la mayoría de quienes las formulan son los constructores del muro de impunidad que rodea a los victimarios; una pared que se tambaleó con solo el anuncio de lo decidido por los cuatro magistrados. Bien harían los que anuncian otra guerra en volver la vista a países que ya pasaron por este tipo de procesos, como Argentina, Chile, Alemania o la cercana Guatemala. En ninguno de ellos se derrumbó la democracia por juzgar a los responsables de crímenes de lesa humanidad. Más bien, la democracia se fortalece cuando se recupera la memoria histórica y se imparte justicia a las víctimas.
Ciertamente, no faltará más de alguno que vea este momento como oportunidad para saciar sed de venganza. Pero son las víctimas las únicas que tienen la palabra. La mayoría de las que han participado en el Tribunal Internacional para la Aplicación de la Justicia Restaurativa, organizado por el Idhuca, claman y reclaman ser escuchadas, conocer la verdad y saber a quién tienen que perdonar. La mayoría de las víctimas son más nobles que sus victimarios. No quieren venganza, quieren que se reconozca la injusticia. Y el Estado está en la obligación de dignificarlas. Es hora de poner en el centro a las víctimas. La nueva etapa que se abre para el país es positiva, supone un avance para la democracia y la justicia, y constituye un tardío pero justo reconocimiento para aquellos que han sido irrespetados en su memoria y en su dolor. El Salvador tiene una nueva oportunidad de caminar hacia la reconciliación, que es la base de la verdadera paz.