Más de diez meses han pasado desde que la Junta Directiva de la Corporación Reto del Milenio aprobó el Fomilenio II para el desarrollo de la franja costera de El Salvador, pero la firma definitiva del convenio, condición para el desembolso del dinero, sigue pendiente. El atraso se debe a que Estados Unidos está usando el Fomilenio II como moneda de cambio para lograr que se reformen algunas leyes salvadoreñas, con el objetivo —dicen los funcionarios estadounidenses— de facilitar la inversión extranjera, liberalizar aún más la economía y fortalecer la lucha contra la corrupción. En concreto, se ha exigido modificar la Ley Especial de Asocios Público-Privados y la Ley contra el Lavado de Dinero y de Activos.
La Asamblea Legislativa ha modificado ambas normativas en varias ocasiones, pero las reformas siempre les parecen insuficientes a los representantes del Gobierno de Obama. De hecho, la semana pasada se aprobó casi por unanimidad la última modificación a la Ley contra el Lavado de Dinero y de Activos, pero de nuevo no está a tono con las exigencias estadounidenses. Además, a lo largo de estos meses, han presionado para que el Gobierno salvadoreño adquiera las semillas para el programa de agricultura familiar a través de licitaciones internacionales y respetando el TLC con Estados Unidos. Con ello, se le está pidiendo a El Salvador que abandone su política de utilizar semillas desarrolladas localmente; semillas que son más adecuadas para nuestro clima y que contribuyen a garantizar la soberanía alimentaria. Comprar las semillas en el mercado internacional aumentará la dependencia del país, pues las foráneas solo se reproducen una vez, no pueden ser utilizadas para las siguientes siembras, lo que obliga a adquirirlas año con año.
Ciertamente, Estados Unidos no ha actuado con transparencia ni desde las reglas propias de una cooperación entre iguales. Todas las acciones solicitadas en los últimos meses deberían haberse estipulado antes de que iniciara la negociación del Fomilenio II. Eso hubiera sido transparente y propio de caballeros. Poner condiciones y hacer exigencias cuando el proyecto está prácticamente aprobado refleja una actitud chantajista e intervencionista. Al hacerlo, los funcionarios estadounidenses casi están legislando en nuestro país, pues presionan a la Asamblea Legislativa para que reforme las leyes al gusto de ellos y utilizan la aprobación definitiva del Fomilenio II como carta de negociación.
Siendo tan evidente la presión estadounidense, llama mucho la atención que no haya más voces críticas a esa forma de actuar y que no se haya apelado a la independencia legislativa. Cabe suponer que los legisladores no están contentos con la reprobación constante de su trabajo, que los ha obligado a modificar las leyes una y otra vez, un proceso que solo tendrá fin cuando el Gobierno de Estados Unidos esté satisfecho con las reformas. Sin embargo, eso no significa que algunas de las modificaciones solicitadas no sean ventajosas e incluso necesarias. En el caso de la Ley contra el Lavado de Dinero y de Activos, los cambios tendrán un efecto positivo en la lucha contra el crimen organizado y la corrupción. Pero no es menos cierto que hay otras posturas estadounidenses que no benefician al país, como la oposición a leyes que prohíban la minería metálica y reconozcan el acceso al agua como un derecho humano. Leyes que están entrampadas ante la exigencia de que se faciliten los negocios en El Salvador.
En pleno siglo XXI, Estados Unidos no tiene empacho en intervenir en la marcha de El Salvador y supervisar el trabajo de la Asamblea Legislativa, una instancia de un Estado soberano que merece el debido respeto. La actitud del Gobierno de Obama con respecto al Fomilenio II deja un mal sabor y confirma que no ha abandonado su política interventora en los países que considera periféricos. Así, la cooperación se sigue usando como instrumento al servicio de los intereses estadounidenses, no tanto para ayudar a otros países en su desarrollo sostenible y soberano.