Ha muerto un pontífice excepcional, un buen cristiano, un gran ser humano. De Francisco se pueden decir muchas cosas, pero un hecho resulta incontestable: su pontificado trastocó la Iglesia. La trastocó para bien, para devolverle credibilidad y vigor. Desde el principio dejó claras sus opciones apostólicas; y su testimonio de vida, coherente con ellas, le dio autoridad moral para ejercer su ministerio. Para Francisco, los pobres debían ser el centro de la preocupación de la Iglesia, que a la vez debía estar abierta a todas las personas. “En la iglesia, nadie sobra, nadie está demás, hay espacio para todos”, decía. Fue defensor y promotor inclaudicable de los derechos de los migrantes y solidario con su sufrimiento. Hizo un llamado a “armar líos” a una juventud demasiado distraída, dispersa y lejana de los graves problemas que aquejan a la sociedad, a pesar de contarse entre sus principales víctimas. Buscó siempre tomar distancia de una Iglesia encerrada en sí misma, silenciosa, con miedo al mundo, a la sociedad, al diálogo y al intercambio. Ser “Iglesia en salida”, expresión que él acuñó, implicaba romper esos dinamismos, quebrar el silencio, abrir puertas y ventanas no solo para hacer espacio a los necesitados, sino también y sobre todo para ir a las periferias geográficas y existenciales, al encuentro de sectores olvidados, excluidos, estigmatizados.
Ser iglesia en salida significó ir al encuentro de las mujeres, de los migrantes, de los pueblos originarios, de otras religiones. Este encuentro con otros le era más importante que los dogmas. Después de más de mil años de división, Francisco se reunió con el patriarca de la Iglesia ortodoxa. Fomentó el diálogo con luteranos, musulmanes, budistas. Fue un papa volcado a aprender de los demás. Por eso salió también al encuentro de las mujeres, incluyéndolas en organismos eclesiales de decisión, designando, por primera vez en la historia, a una mujer como prefecta del Vaticano y a otra al frente de un dicasterio. Fue un incansable trabajador por la paz en el mundo, denunciando las injusticias y las masacres de niños inocentes. Insistió en que no hay una crisis socioeconómica y otra crisis ambiental, sino que ambas son dimensiones de una misma crisis de escala planetaria.
Decía que los pastores debían tener olor a oveja, ser cercanos a la realidad de la gente, compartiendo su vida, luchas y esperanzas. Al interior de la Iglesia, encaró con decisión la tragedia de la pedofilia y combatió la corrupción. Sus decisiones y su estilo personal estaban anclados en la espiritualidad de la Compañía de Jesús, que orienta a que la mayor gloria de Dios es poner la existencia al servicio de la fe y la promoción de la justicia que la misma fe exige. Francisco fue un referente del compromiso con la justicia social, que es también un compromiso político con los desechados del mundo. Por supuesto, todo ello siendo consciente de que nadaba contracorriente y que su actitud y decisiones le granjeaban poderosos enemigos dentro y fuera de la Iglesia. En este sentido, Francisco es un referente de la apuesta por transformar el mundo, por hacerlo más justo en un época en que muchos gobernantes solo están al servicio de sí mismos y de las cúpulas económicas que los apoyan. Francisco termina su pontificado como lo comenzó: sin signos de poder, sin lujos, en austeridad, solidario con los pobres del mundo.