En nuestro país, si de verdad queremos avanzar hacia una sociedad desarrollada, equitativa, inclusiva y con justicia social, debemos aceptar de una vez por todas, sin cortapisas ni matices, la igualdad de derechos entre mujeres y hombres. Debemos reconocer que hombres y mujeres formamos una única humanidad y tenemos los mismos derechos y deberes, en todas las áreas de la vida. Para ello, por supuesto, no bastan discursos vehementes o sutilezas protocolarias; es necesario que esa igualdad se refleje en la cotidianidad, en todas sus dimensiones: económica, social, política y cultural.
La realidad actual de El Salvador muestra que estamos lejos de eso. No solo hay una aguda desigualdad entre géneros, sino que, peor aún, la subordinación de las mujeres a los hombres es evidente. En la mayoría de áreas, las mujeres son discriminadas, no tienen las mismas oportunidades que los hombres. En nuestra sociedad, la cultura machista y patriarcal sigue definiendo las relaciones de género e imponiendo la discriminación de las mujeres a casi todo nivel.
El PNUD define el machismo como la forma de concebir el mundo en la que predomina la creencia de la superioridad del hombre con respecto a la mujer. El machismo promueve la desvalorización de las mujeres como sujetos; refuerza la subordinación de ellas a los hombres; atribuye las diferencias sociales entre hombres y mujeres a un determinismo biológico, que enfatiza la función reproductiva y el rol maternal femenino; y supedita la realización del proyecto de vida de la mujer al proyecto vital del hombre. A esta concepción machista se une el patriarcado, que asigna a los hombres el control de los recursos materiales e ideológicos.
Es evidente que el machismo y el patriarcado se nutren mutuamente, constituyen una cultura y definen las relaciones sociales. Una cultura que es responsable, entre otras cosas, de la violencia contra las mujeres, en especial dentro del hogar. Por eso, el informe del PNUD "Imaginar un nuevo país, hacerlo posible" plantea que la cultura actual es un obstáculo para el bienestar, pues fomenta la desigualdad. El racismo, el machismo, el patriarcado y otras formas de discriminación han dado lugar a un orden social que legitima el control y la dominación de unos sobre otros, de los que se consideran superiores sobre los que son relegados como inferiores.
A pesar de que desde 1950 la legislación salvadoreña reconoce la igualdad de derechos entre hombres y mujeres, nuestra cultura, nuestra práctica cotidiana dice e impone otra cosa; las mujeres sufren discriminación en el acceso a la educación, al empleo, a un salario digno, a la protección social, a la propiedad. En este marco, la Iglesia católica poco ha contribuido a la búsqueda de equidad por su incapacidad de superar su propia estructura machista, que relega a la mujer a un plano secundario dentro de las estructuras y funciones eclesiales.
Sin embargo, en honor a la verdad, aunque aún nos falta mucho por mejorar, en El Salvador las cosas van cambiando poco a poco. La exigencia de las mujeres organizadas en grupos y colectivos, aunada a la voluntad política de algunos funcionarios públicos de alto nivel, van propiciando una mayor conciencia de que la igualdad de derechos y oportunidades entre mujeres y hombres debe hacerse realidad. Es justo reconocer todo lo que se ha avanzado durante la administración Funes con leyes y políticas públicas para fomentar esa igualdad y superar la discriminación existente. Son pasos importantes la Ley de Igualdad, Equidad y Erradicación de la Discriminación contra las Mujeres, la Política Nacional de la Mujer y el Sistema Nacional para la Igualdad Sustantiva, entre otros.
Estos avances están en total sintonía con la perspectiva cristiana y humanista que defiende la igual dignidad de la mujer y del hombre, y el derecho a gozar de ella a plenitud. Nada justifica relaciones de dominación, no hay sustento alguno para la presunta superioridad de un género sobre el otro. Es tiempo de cambiar, tiempo de que hombres y mujeres nos relacionemos con igualdad y respeto profundo. Es hora de trabajar juntos, porque promover y hacer realidad la igualdad de derechos no es solo responsabilidad de las mujeres. Los hombres, al participar activamente en la liberación de las mujeres, también se liberan a sí mismos. Las mujeres no están pidiendo ningún favor; exigen el restablecimiento de relaciones fraternas y justas, reconocidas por la ley.