El creciente número de niños y jóvenes que emigran a Estados Unidos está llamando la atención a nivel internacional. Los principales periódicos del mundo occidental reseñan el fenómeno casi todos los días y lo catalogan, al igual que los políticos estadounidenses, como un desastre humanitario. En general, justifican esa migración por las duras condiciones de violencia que viven los tres países norteños de Centroamérica: Honduras, El Salvador y Guatemala. Se condena la existencia de coyotes, al tiempo que se advierte de los riesgos de muerte, secuestro, violación, trabajo esclavo, hambre, encarcelamiento y muy diversas formas de maltrato que tienen que soportar los niños enviados a ese largo, duro y peligroso trayecto. Con una carga de hipocresía rotunda, los funcionarios que impiden el rencuentro familiar, incluso de niños cuyos padres tienen el TPS, hablan de desastre humanitario. Desastre, cierto, pero creado por quienes no permiten que los niños se reúnan legalmente con sus familiares.
Ante el drama de miles de jóvenes condenados a huir del país a causa de la pobreza, la violencia o el simple deseo de reunificación familiar, debemos preguntarnos además por el futuro de los que se quedan. Dado que aproximadamente el 60% no termina el bachillerato, podemos suponer que muchos de ellos no tienen más futuro que el de sumarse a la mano de obra barata, sobreexplotada, sometida a la incertidumbre de la economía del descarte, como llama el papa Francisco a ciertas formas de organizar los sistemas productivos y empresariales. Otros, los que no quieran someterse a una explotación y vulnerabilidad permanente, intentarán sobrevivir en las diversas formas de economía informal, incluidas las que lindan con la ilegalidad o que directamente la alcanzan.
El grupo de los que casi tienen asegurado un futuro con estabilidad económica y seguridad personal es pequeño. Uno de los últimos estudios de la Cepal decía que en El Salvador solo el 7% de los jóvenes de entre 20 y 30 años termina la universidad. Los emprendedores, buenos técnicos o beneficiados por herencias y formas de trabajo familiar se incorporan con más facilidad al grupo de los que se salvan de la vulnerabilidad permanente. Pero entre todos no suman más del 30% de nuestros jóvenes. De modo que podríamos calcular que un 70% está condenado a emigrar, a someterse a una economía del descarte y de la inestabilidad de recursos, a esperar que sus familiares en el extranjero los ayuden a salir de la pobreza o a buscar formas no legales de conseguir dinero y recursos. Triste destino para la juventud salvadoreña.
Estas estimaciones nos dicen que el futuro no es fácil para la mayoría de los jóvenes. Grandes porcentajes tendrán que afrontar las amenazas de la migración, o bien las de la pobreza y la inseguridad en la propia tierra. Su futuro es vulnerable e incierto, riesgoso y amenazador. ¿Podemos crear otro horizonte para ellos? Todo dependerá al final de la capacidad de hacer hondas reformas estructurales que mejoren sustancialmente la educación, la salud, el salario, la productividad, el nivel de bienestar familiar y la seguridad pública. No es sencillo ni será a corto plazo, pero si queremos darle un futuro digno a la juventud, tenemos que emprender ese camino de reformas y de reconstrucción de una sociedad demasiado golpeada por diversas injusticias y por la alegre despreocupación de quienes consiguen superar los márgenes de inseguridad y vulnerabilidad que caracterizan la vida de la mayoría. Sacrificio y generosidad son términos que no figuran en el vocabulario de las élites. Pero necesitamos incorporarlas al pensamiento del país si queremos un mejor futuro para los jóvenes.