Juventud y violencia

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Editorial UCA
16/09/2024

La semana pasada se dio una riña entre jóvenes estudiantes de dos institutos públicos de la capital. La pelea a pedradas dejó heridos, cuatro de ellos de seriedad. Las redes se inundaron de comparaciones con las pandillas, presagios de nuevas violencias y peticiones de castigo y mano dura, como si la buena conducta dependiera exclusivamente del castigo. El hecho, más allá de la barahúnda de las redes, merece una reflexión  seria sobre la situación de los jóvenes en El Salvador y la incidencia que puede tener en ellos la educación y la cultura.

Para comenzar, habría que preguntarse por la situación familiar de los jóvenes. Familias desestructuradas, con poco diálogo interno, con violencia intrafamiliar, con abandono y ausencia de uno o de los dos progenitores no constituyen el mejor ambiente educativo. Y si algún apoyo  debe dar la institucionalidad pública, no basta con poner en la Constitución que “la familia es la base fundamental de la sociedad y tendrá la protección del Estado”. Si en las escuelas se descuida la sana disciplina, no se da un acompañamiento de consejería a los jóvenes, se carece de atención psicológica y no se dialoga sobre las problemáticas de los adolescentes, es difícil querer cosechar ciudadanos imbuidos de una cultura de paz intachable. Añadir castigos exagerados sobre esta situación familiar y educativa precaria suele redundar en una agudización de la cultura de la violencia.

Muchos jóvenes de los institutos públicos viven en zonas en las que la pobreza o la vulnerabilidad están presentes. En otras palabras, sufren y ven sufrir formas de violencia estructural a sus familiares y amigos. Porque eso son los salarios raquíticos e insuficientes, el hacinamiento en viviendas precarias, la falta de atención en los sistemas de salud o las dificultades impuestas a los comerciantes informales. Los jóvenes experimentan que sus salarios, cuando comienzan a trabajar, son peores que los de sus padres. Son, además, los más afectados por la falta de empleo, por la cárcel, por la migración forzada o por el estigma de la violencia cuando viven en determinados barrios. El consumismo les impulsa a poseer cosas, pero su realidad socioeconómica les impide tenerlas. Emigran porque saben que hay vacío y falsedad en las palabras altisonantes de quienes dicen que los jóvenes son el futuro de la patria. Las agencias internacionales de desarrollo insisten en la necesidad de justicia intergeneracional. Sin embargo, una buena parte de las instituciones educativas públicas y la economía del país están diseñadas para que el que nació pobre o vulnerable continúe siéndolo de adulto. Quienes superan esa condena son más la excepción que la regla.

Ver jóvenes violentos no debe impulsar a la condena y al castigo, sino a un examen de conciencia nacional. Si no se reflexiona sobre la violencia que habita en la cultura y las instituciones, nuestra sociedad nunca comprenderá a los jóvenes. La juventud es una etapa de cambio, y todo cambio significa fuerza y dinamismo frente a la situación anterior. Si el cambio no se acompaña, y si quienes deberían acompañar no ofrecen solidaridad, diálogo y cordialidad, no es raro que aparezcan conductas negativas. Los jóvenes reciben e imitan aspectos de una sociedad que margina, que es desigual, que divide entre superiores e inferiores, y que mantiene, desde el poder económico, social y político, estructuras de violencia contra una buena parte de la población. En el fondo, la violencia juvenil debe ser vista por los adultos como una llamada a cambiar un modo de convivir en el que dominan la injusticia social, el autoritarismo y la exaltación de la solución violenta de los conflictos. Los adultos pedimos siempre a los jóvenes que aprendan a convivir. El compromiso adulto con una cultura de paz y justicia social es el único camino para orientar positivamente el dinamismo y la fuerza juvenil.

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