En El Salvador, desde el imaginario colectivo, hablar de servicios públicos equivale a hablar de servicios deficientes, de mala calidad. Por el contrario, servicios privados es sinónimo de eficiencia. Lamentablemente, estas premisas, tan fuertemente ancladas en los salvadoreños, se refuerzan cada día por la realidad de los servicios del Estado. Por eso es normal que quien puede pagar prefiera los servicios privados de educación, salud y seguridad. La población de menores ingresos, los más pobres, son los que están irremediablemente condenados a recurrir a los servicios públicos porque no tienen alternativa. Precisamente, la premisa de la superioridad de la gestión privada en materia de eficiencia ha sido y es el principal argumento para la privatización de los servicios públicos.
En el fondo de esa realidad está la concepción patrimonialista del Estado. Es decir, la creencia de que los recursos públicos no son de nadie y que, por tanto, quien los administra puede hacerlo como si fuera parte de su patrimonio, de su propiedad. Esta concepción está también a la base de la corrupción y el autoritarismo, y también de los deficientes servicios públicos que se ofrecen. Complementariamente, en la mente de la población, decir que lo público es de todos es lo mismo que decir que no es de nadie. La misma persona que mantiene limpia su casa no tiene reparos en botar basura en la calle, porque la calle es de todos y, por ende, de nadie.
Un servidor público que roba al Estado, roba al pueblo, que es el que mantiene con sus impuestos al Gobierno; pero a la vez no le roba a nadie en particular, porque el Estado no es de nadie. En contraparte, si un empleado de una empresa privada roba, le roba al dueño, a una persona con nombre y apellido, lo cual se considera grave. Robarle tiempo al trabajo es peligroso en la empresa privada; en el Estado es pan de cada día. Comprar carros de lujo, recetarse salarios astronómicamente superiores al salario mínimo es posible porque en el fondo es dinero del Estado, es decir, de todos y de nadie.
Los malos servicios públicos son particularmente sentidos en áreas fundamentales de la vida como la educación y la salud. Muchos funcionarios públicos y, lo que es peor, la misma población entienden que los servicios de salud y educación son gratuitos para quien los recibe. No existe la conciencia de que los servicios públicos son una obligación del Estado y un derecho ganado de los ciudadanos. Estos pagan la educación de sus hijos con sus impuestos. Pero no: en el país, quien solicita, por ejemplo, la atención médica en un centro público lo hace porque no puede pagar una atención privada. La mayoría del personal en esos centros atiende a los usuarios como quien hace una caridad a regañadientes. El paciente y sus familiares no tienen derecho a preguntar, a informarse, y menos aún a reclamar.
En el caso de una operación en un hospital privado, el médico sale del quirófano a explicar con detalles y cordialidad a los familiares el resultado de la intervención. Si una operación se da en un hospital público, el médico sale por la puerta de atrás porque no se siente en la obligación de darle explicaciones a nadie... después de todo, ha sido un servicio gratuito. Y como es gratis, además, pueden pasar semanas y hasta meses para que llegue el turno de la intervención a un paciente. Si tiene dinero para pagar un servicio privado, la operación se hace inmediatamente. Así, lo que define la calidad y la prontitud de la atención es el dinero, no la situación de salud de la persona. Otro aspecto de la atención pública que golpea es la trivialización de la muerte. Alguien muere y punto. No hay preparación ni acompañamiento. Es muy raro ver a un médico o a una enfermera acompañar a los dolientes a ese espacio gris, a veces sucio y helado, que llaman morgue.
La concepción patrimonial del Estado propicia también la común y antiética práctica de colocar en los puestos públicos a personas por afinidad política y/o amistad, no por competencia. Si entran por ley de salarios, se sienten protegidos por una especie de chaleco antibalas contra sanciones, independientemente de su desempeño. Eso empeora los servicios públicos. En fin, es largo el camino por recorrer para revertir la práctica y, sobre todo, la concepción que hacen que los servicios públicos sean deficientes. El servidor público tiene la invaluable posibilidad de entender su trabajo como un modo de servicio a la ciudadanía. Y esta debe ir entendiendo que los servicios públicos son su derecho, no una dádiva de los gobernantes de turno. Cuando entendamos que lo público, por ser de todos, hay que cuidarlo más que lo propio, entonces comenzaremos a disfrutar de una atención de calidad y trato digno. Solo entonces el servidor público estará consciente de que el espacio físico o institucional que ocupa no es suyo; y sabrá que tiene 6 millones de jefes y que todo activo, desde el clip para el papel hasta el helicóptero que usa el Presidente, es propiedad directa de los salvadoreños.