La guerra tiene una larga historia de debate dentro del pensamiento cristiano. En Jesús de Nazareth, evidentemente, la guerra no tenía lugar: se sentía hijo de un padre amoroso que solamente exige que se le corresponda amándole sobre todas las cosas y amando al prójimo como a sí mismo. Jesús les dice a sus discípulos que se amen unos a otros como Él los ha amado. Un amor así elimina la posibilidad de la brutalidad y del odio que la guerra genera. Durante los tres primeros siglos de cristianismo, los cristianos se oponían radicalmente a la guerra. Atenágoras, un apologista cristiano de mitad del siglo II, prohibía a los cristianos acudir al circo romano a presenciar las luchas entre gladiadores, porque “ver matar es casi como matar”. Tertuliano, otro gran escritor de casi la misma época, insistía en que no se podía ser soldado y ser cristiano, dado que el soldado tiene el oficio de matar. El pacifismo cristiano fue una de las fuentes permanentes de conflicto con el Imperio romano en los primeros siglos.
Después vinieron los tiempos en que la Iglesia, al convertirse en poder terreno, introdujo en ella el pecado de la guerra. Las cruzadas, las alianzas políticas y guerreras con los príncipes de la época justificaban la guerra contra el enemigo. Ya en el siglo XVI, a raíz de la brutal conquista de América, dominicos como Francisco de Vitoria llegaron a la conclusión de que solamente las guerras defensivas podían ser legítimas. Añadían, además, varias cosas: las guerras ofensivas son casi siempre “delirios” de los príncipes (“líderes”, decimos hoy); se puede iniciar una guerra defensiva para proteger a personas de un país tratadas injustamente de un modo sistemático; y en toda guerra defensiva, la respuesta a la agresión debe ser siempre proporcional a la ofensa. En otras palabras, si un ofensor ocupaba belicosa e injustamente un territorio, la respuesta guerrera terminaba con la recuperación de dicho territorio.
En la actualidad, el pensamiento de la Iglesia ha avanzando hacia la idea de que toda guerra es injusta por la brutalidad que implica, aunque, por supuesto, la guerra de agresión se considera el mal mayor. Por eso, desde hace algunas décadas, los papas han insistido en la necesidad de una instancia mundial con suficiente autoridad para resolver mediante el diálogo los conflictos entre pueblos y naciones. El papa Francisco, en su encíclica Fratelli tutti, afirma lo siguiente: “La posibilidad de alguna forma de autoridad mundial regulada por el derecho [...] debería incluir la gestación de organizaciones mundiales más eficaces, dotadas de autoridad para asegurar el bien común mundial, la erradicación del hambre y la miseria, y la defensa cierta de los derechos humanos elementales”. Y añade que ante el potencial mortífero y destructivo de las armas actuales, “es muy difícil sostener los criterios racionales madurados en otros siglos para hablar de una posible guerra justa”.
Un “no” a la guerra y un “sí” a la defensa de los derechos humanos más allá de cualquier tipo de imperialismo o de prepotencia nacionalista son hoy parte normativa de la conciencia católica. Ante la guerra rusa contra Ucrania, los cristianos deben exigir diálogo entre las partes y búsqueda de mediación si estas no se ponen de acuerdo. La guerra siempre conlleva muerte y destrucción; por tanto, no es cristiana ni humana y debe erradicarse de la historia.