Militarismo y seguridad ciudadana

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Editorial UCA
21/05/2013

El presidente Funes ha dado rápido cumplimiento a la sentencia de la Sala de lo Constitucional, que establece la inconstitucionalidad en los nombramientos de generales al frente del Ministerio de Justicia y Seguridad Pública, y de la PNC. Aunque el fallo contradice el pensamiento del mandatario, la lógica de la Sala es impecable. Tanto la Constitución como los Acuerdos de Paz, ambos marcos básicos de convivencia en el país, insisten en la necesidad de una gestión civil de la seguridad y de la Policía. Pero más allá de la sentencia y de su estricto cumplimiento, conviene hacer una reflexión sobre la relación entre militarismo y seguridad.

Centroamérica, salvo el caso de Costa Rica, ha tenido una terrible experiencia con sus policías militarizadas. Desde torturas hasta masacres, todo era posible en los antiguos cuerpos de seguridad. Los principios y conceptos relativos a los derechos humanos eran absolutamente ignorados. Un oficial de policía hondureño se daba el lujo de dar declaraciones públicas, en aquellos días de militarismo, diciendo que ellos ya no golpeaban a los detenidos, sino que solamente les aplicaban tortura sicológica. El maltrato era generalizado. Y con demasiada frecuencia, la persecución de las ideas manchaba de sangre los uniformes policiales y militares, unidos e indistintos en tantas ocasiones.

Nuestros Ejércitos, preparados para la guerra y generalmente al servicio de los intereses más conservadores, tanto criollos como estadounidenses, consideraron como enemigos internos a todos los que pugnaban por cambiar situaciones de injusticia en sus países. Así, los golpes de Estado iban acompañados de la persecución de toda disidencia y crítica. La Doctrina de la Seguridad Nacional justificaba una guerra interna contra los opositores a los regímenes imperantes. Las Policías eran simples extensiones de las Fuerzas Armadas. Y como decían los obispos en Puebla, la Doctrina de la Seguridad Nacional, entonces en boga, "pone al individuo al servicio ilimitado de la supuesta guerra total contra los conflictos culturales, sociales, políticos y económicos y, mediante ellos, contra la amenaza del comunismo (...). Se presenta como un absoluto sobre las personas; y en nombre de ellas se institucionaliza la inseguridad de los individuos".

La superación de esta historia ha llevado a que tanto constitucionalmente como desde los Acuerdos de Paz se separe al Ejército de la Policía. Si la PNC, en el caso salvadoreño, no ha dado los resultados esperados frente a la delincuencia, las causas no solo obedecen a las insuficiencias de la propia institución. No hemos sido capaces de resolver las graves desigualdades sociales. No hemos logrado universalizar el bachillerato y, por ende, dejamos una alta proporción de adolescentes en la calle y con escasa formación. Hemos pensado erróneamente que con manos y leyes duras podemos resolver el problema de la violencia, sin tocar a fondo el problema de la pobreza y la desigualdad. Mantuvimos la impunidad de las graves violaciones de derechos humanos cometidas durante la guerra. Y como si todo eso no fuera suficiente, Gobierno tras Gobierno, se ha invertido poco en la PNC, se le ha manipulado políticamente y no se ha trabajado ni la disciplina ni la investigación científica. Con frecuencia, ha habido rivalidades y falta de coordinación con la Fiscalía General, así como una pésima relación con un buen número de jueces. Creer que involucrando más militares a las tareas de seguridad se resuelve un problema tan complejo no es más que una idea peregrina.

El Salvador necesita prevención del delito a través de un desarrollo equitativo, profesionalización creciente de la PNC, coordinación adecuada con los operadores del sector de justicia y procesos de reinserción social bien elaborados. Si esto no se da, no sirve de gran cosa pensar en militares para solucionar el problema de la delincuencia y la violencia. Sin las políticas adecuadas, los militares, entrenados para el enfrentamiento y la destrucción del enemigo, pueden resultar más contraproducentes que eficaces. La sentencia de la Sala de lo Constitucional, más que una decisión política o jurídica, es una oportunidad para reflexionar sobre la necesidad de buenas prácticas en el campo de la seguridad ciudadana.

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Anónimo
10/06/2013
12:58 pm
Lástima que se pierda la objetividad del análisis de la Sentencia y que en lugar de considerarla como una oportunidad para la reflexión, personajes como funes y munguía payés, sin mayores argumentos, hagan valoraciones simplistas al decir que se ha humillado a la F.A. y que los 4 Magistrados obedecen a la Agenda de Arena...
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Anónimo
10/06/2013
12:57 pm
Este es un editorial muy iluminador y profético, de validez histórica indudable. Tanto así, que pone en nuestra mente una cuestión dubitativa: o bien el Presidente y su séquito están demostrando una deplorable incompetencia en cuanto al conocimiento y reflexión de los procesos históricos de nuestra Mesoamérica mártir. O quizás estén siendo "buenos políticos", hipócritas al fin, que pisotean una vez más el legado de uno de sus principales referentes, Monseñor Romero, tratando de confundir u obnubilar la conciencia de nuestro pueblo con ideas y estrategias sin fundamento que a todas luces defienden intereses ajenos a los de la nación. Ojalá que el Sr. Presidente y su séquito no piensen equivocadamente que "el vulgo, pendiente de sus labios, más quiere a un charlatán que a veinte sabios". Samaniego. Porque definitivamente ha
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Anónimo
10/06/2013
12:57 pm
La sentencia de la Sala de lo Constitucional choca con la cultura autoritaria y militarista que dominó a la región latinoamericana por décadas, la vocación democrática que la inspira es contraria a las prácticas que en materia de seguridad pública defendían personajes como Funes y Munguía Payés. Es lógica la controversia que el veredicto de la Sala ha despertado y un punto de partida para continuar fortaleciendo la institucionalidad.
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