Las imágenes de sufrimiento en Siria conmueven e indignan. La revuelta contra el régimen que gobierna el país desde hace más de 40 años estalló en marzo de 2011, cuando la población se lanzó a las calles a pelear por sus derechos en el contexto de la Primavera Árabe, que provocó el derrocamiento de regímenes autoritarios en Egipto, Túnez y Libia. Desde entonces, la guerra civil siria ha provocado más refugiados y desplazados que ningún otro conflicto en el mundo. De acuerdo al Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados, hay más de cuatro millones de desplazados internos y más de dos millones de refugiados en los países vecinos (la mitad de ellos, menores de edad). Además, el conteo de muertes ya rebasa las 110 mil. Sin embargo, presentar el conflicto sirio como una lucha entre democracia y dictadura no hace honor a toda la verdad. Lo más lamentable es que el drama humano no es el centro de la preocupación de la comunidad internacional, sino otros aspectos que hacen de Siria un país de estratégica importancia en aquella región.
En respuesta al supuesto uso de armas químicas por parte del Gobierno sirio, que habría ocasionado la muerte de miles de inocentes en agosto, Estados Unidos anunció su decisión de intervenir militarmente, como ya lo había advertido el presidente Obama en 2011. Pero ¿por qué Estados Unidos aún no lo hace? Sencillamente, porque las grandes potencias del mundo están divididas con respecto a Siria. Esa división se aprecia con nitidez en el seno del Consejo de Seguridad de la ONU, ese selecto grupo de cinco países que deben tomar todas las decisiones por unanimidad. El Consejo lo integran como miembros permanentes Estados Unidos, Francia, Gran Bretaña, China y Rusia, es decir, el bloque que resultó ganador de la Segunda Guerra Mundial. Las tres potencias occidentales apoyan la intervención militar, pero China y Rusia impiden la unanimidad. Para Estados Unidos, esa unanimidad no deja de ser un mero formalismo. Ya en el pasado la falta de aval del Consejo de Seguridad no impidió que se atacara otros países, como sucedió en Kosovo en 1999 y en Irak en 2003. Ahora parece que Estados Unidos no esperará más; da la impresión que el dictamen del Consejo de Seguridad le saldrá sobrando. Pero Obama no la tiene fácil. Ya el parlamento británico votó en contra de una intervención militar. Y también dentro de los Estados Unidos hay oposición de diversos sectores, como la Conferencia Episcopal, que se pronunció en contra del ataque.
Sin negar que pueda haber algún atisbo de humanismo, a Estados Unidos lo mueven —además de su cuestionable creencia de ser defensor de la democracia— otros intereses en el conflicto sirio. Detrás de la decisión de intervenir hay intereses geoestratégicos, políticos, militares, económicos y hasta religiosos. La situación de Siria es tan compleja que se yerra crasamente al pretender explicarla con una sola causa o factor. Cada una de las acciones de estos países con respecto a Siria es el claro reflejo de sus intereses. Bien lo dijo Henry Kissinger, exsecretario de Estado a finales de los años setenta, refiriéndose al conflicto palestino-israelí: "No hay guerra sin Egipto y no hay paz sin Siria", señalando la importancia de este último país para la estabilidad regional.
En Siria confluyen dos regiones de importancia estratégica: el Cáucaso y Cercano Oriente. El Cáucaso es la entrada de Rusia al Medio Oriente, punto de conexión de los mares Negro y Caspio. En el Cercano Oriente se asientan muchas de las mayores riquezas petrolíferas del mundo, disputadas con ferocidad por los países de la OTAN. Siria forma parte de la región que concentra entre el 70% y el 75% de las reservas de petróleo internacionales. También es parte del acuífero del Golán, una de las reservas de agua dulce más importantes de la región, y de un proyecto energético (junto a Irán e Irak) para la construcción de un gaseoducto cuya capacidad energética bastaría para abastecer a toda la Unión Europea. Además, su posición geográfica ha sido históricamente de gran importancia para la lucha por Medio Oriente, ya que limita con cinco países: Turquía, Irak, Líbano, Israel y Jordania.
Siria ha representado en la región el contrapeso para Israel, íntimo socio de Estados Unidos y de sus intereses en la región. En Medio Oriente, Siria es para Rusia lo que Israel es para Estados Unidos, así de sencillo. Por algo la única base militar de Rusia fuera de sus fronteras está precisamente en Siria. Estos dos países, Siria e Israel, han sido piezas clave en el tablero de ajedrez de los intereses estratégicos mundiales. Por eso, la posible intervención en Siria no es sino un capítulo más en la lucha de las potencias del mundo por sacar una tajada de Medio Oriente. Y mientras estas juegan a mover sus piezas para ganar, a un lado queda el pueblo sirio, sufriente, golpeado, muriendo. Este sufrimiento es el que debería estar en el centro de la discusión y ser el principal criterio para tomar cualquier decisión.
Como ya se está haciendo costumbre, la sensata voz del papa Francisco se ha sumado a la oposición a una intervención armada y sus palabras pueden alumbrar la ruta más ética y humana para la solución en Siria. "¡Nunca más la guerra!", dijo el pontífice; condenó con fuerza el uso de armas químicas y llamó enérgicamente la atención a las potencias, afirmando que el "mundo necesita gestos de paz y escuchar palabras de paz". Solo el diálogo puede poner fin a la guerra civil en Siria. Contrario a lo que sostiene Obama, la intervención armada —por limitada y restringida que sea— puede desatar un conflicto de proporciones mundiales. Hay que detener el holocausto sirio, pero no aniquilando a más gente; esa gente que seguramente morirá por los ataques desde los barcos y los aviones estadounidenses.