Desde siempre, la vida de las universidades ha estado estrechamente vinculada a la de la sociedad. Históricamente, el pensar y quehacer de las universidades, especialmente de las juventudes que las han ocupado, ha sido pieza fundamental en el progreso de los pueblos hacia horizontes de humanización. Nuestro tiempo se caracteriza hoy por la crisis. Vivimos una crisis económica y ecológica de dimensiones planetarias que compromete el futuro de la humanidad. Y aunque las universidades ya no tienen el peso de otros tiempos, la situación que atravesamos amerita que jueguen un papel semejante al que desempeñaron en otras coyunturas históricas.
Es comúnmente aceptado que la universidad contemporánea se identifique primordialmente como una institución dedicada a la formación de profesionales. Así, la universidad es una especie de fábrica de profesionales. Detrás de esta manera de entenderla está la apelación a la teórica neutralidad de las ciencias y a la independencia de las verdades universales frente a cualquier situación particular e histórica. Desde esta perspectiva, el gran reto de una universidad sería, entonces, formar profesionales capaces en el área técnica y en la aplicación de la razón instrumental. La consecuencia de este modo de asumirla es que la universidad, supuesto lugar privilegiado para la producción de conocimiento, abandona toda pretensión de incidir en la realidad.
El individualismo, el sálvese quien pueda y la superación personal están a la base de estos modelos de universidad y de profesional que se promueve. Contrariando su naturaleza, las instituciones de educación superior se vuelven legitimadoras del orden establecido. La reivindicación de la neutralidad de la ciencia y, por tanto, de una hipotética neutralidad de la universidad representan en la vida diaria la evasión del verdadero compromiso con la sociedad y con la justicia.
Pero el mundo actual, El Salvador de hoy, demanda otro modelo universitario. Para una universidad de inspiración cristiana, la búsqueda de la verdad, el conocimiento, la justicia y el bien es inseparable de su labor. Una universidad que no tenga en cuenta la realidad en la que está inserta, que no tenga una referencia permanente a las condiciones de la sociedad a la que dice servir, no será fiel a la naturaleza que le es propia. Desde esta perspectiva, la principal tarea de una universidad es contribuir a la transformación de la realidad para que la sociedad a la que pertenece tenga mayor viabilidad. Esto, por supuesto, no es cosa fácil, sobre todo por la predominante cultura del individualismo posesivo que enfatiza el tener y el poder.
El problema radica en cómo introducir en el corazón mismo de la universidad, en cada una de las carreras que imparte, la necesidad de humanización de la sociedad. ¿Cómo lograr que cada estudiante entienda el bien de los otros como el suyo propio? En esta forma de entender la universidad, el mayor reto no es solo graduar profesionales (hacer de un estudiante el mejor ingeniero o economista posible), sino también formar mejores personas. El Salvador, el mundo entero, necesita profesionales capaces, competentes, pero también conscientes de la realidad y comprometidos con su transformación para beneficio de la mayoría de la población.
Este modelo de universidad y de profesional es el que la realidad demanda en estos momentos. Urgen profesionales íntegros, formados con excelencia y que dispongan de la capacidad y la voluntad para convertir a una sociedad excluyente en una plural, democrática, abierta al reconocimiento de la dignidad del otro y generadora de oportunidades para todos. En esta línea, no se trata de que no importe el bienestar personal, sino que no se pase por alto el bienestar social; no se trata de dejar a un lado la razón instrumental de los medios, sino de incluir también la racionalidad de los fines. Se trata, en definitiva, de usar la razón dotándola de humanismo. Esta necesidad de universidades y profesionales solidarios se reivindica desde la inspiración cristiana, pero también lo demanda el instinto de conservación con una lógica no inmediatista. Sin solidaridad, el mundo no tiene futuro; sin conversión, no hay salida posible a la actual crisis; sin un cambio radical de actitud, El Salvador no saldrá adelante como pueblo.