Los defensores de la economía de mercado prefieren ignorar que en muchas ocasiones el mercado es incapaz de regular la economía a favor de la población. Está comprobado que el libre mercado y la ley de la oferta y la demanda no son las mejores vías para alcanzar precios justos; además, en la mayoría de casos, ni el mercado es todo lo libre que se dice ni se permite que la ley de la oferta y la demanda opere sin trabas. Para ilustrar esto, nos referiremos a cuatro casos en los que el precio de un bien o servicio es desorbitado y no responde al costo real; casos en los que la población no tiene otra alternativa que pagar en exceso.
Un claro ejemplo de lo perjudicial que resulta dejar en manos del mercado la regulación de los precios es el de los boletos aéreos. En Centroamérica, TACA tiene prácticamente el monopolio de ese mercado. El precio de un viaje en avión dentro del istmo es realmente escandaloso y fuera de toda escala. A pesar de que la mayoría de los vuelos entre las ciudades centroamericanas pasan por El Salvador, viajar desde nuestro país hacia, por ejemplo, Costa Rica tiene un costo altísimo, en ocasiones mucho mayor que el precio del pasaje hacia Los Ángeles o Washington. TACA puede mantener estos precios porque no tiene competencia, ni nadie le regula las tarifas. Con ello, la empresa castiga y esquilma a los clientes, y de ese modo se convierte también en un factor que opera contra la integración centroamericana.
Lo mismo ocurre con las empresas financieras que fijan tasas de interés de usura para los préstamos, mientras pagan intereses irrisorios a los ahorrantes. Las tasas de interés de algunas tarjetas de crédito han dejado a muchos de sus clientes con deudas que solo podrán pagar a largo plazo. Es por eso que la Asamblea Legislativa promulgó una ley contra la usura, para frenar los abusos de algunos bancos y financieras que se aprovechan de la gente que necesita un préstamo para satisfacer una necesidad perentoria. Y también para defender a la población más pobre de la multitud de usureros que abundan en los mercados y en los barrios, que llegan a cobrar tasas de interés del 100% diario.
Aunque los miembros de la Abansa han repetido hasta la saciedad que la ley de usura perjudicará el desarrollo del sector financiero nacional y que el mercado se encarga por sí mismo de regular las tasas de interés, esto no es así. Los abusos de las empresas financieras, como el Banco Azteca, con intereses del 185%, y de ciertas emisoras de tarjetas de crédito, que en algunos casos superan el 72%, deben ser corregidos. Y como ellos no son capaces de autorregularse o simplemente no quieren hacerlo, debe haber una ley que los obligue a controlar sus cobros. La ley en cuestión, recientemente aprobada, regula la tasa de interés máxima, permitiendo así un amplio margen de maniobra para fijar el monto de las tasas. Eso supondrá una reducción importante de las tasas de interés, que en algunos casos, como en el del banco mexicano, tendrán una tercera parte de su monto actual.
El tercer caso es el de las medicinas. Es de todos conocido que El Salvador es, después de Costa Rica, el país centroamericano donde más se paga por las medicinas. A pesar de la aplicación de la ley de medicamentos, las empresas farmacéuticas, que en la práctica se comportan como un oligopolio, no han bajado los precios; más bien, se observó un aumento de estos a lo largo del último año. En realidad, la ley no permite la adecuada regulación del precio de las medicinas y por eso seguimos pagando una cantidad muy superior a la que productos equivalentes tienen en los mercados internacional y centroamericano. Esto, por supuesto, ocurre a costa de la salud de quienes por su pobreza no pueden comprar medicinas. De acá la necesidad urgente de regular el mercado farmacéutico, porque solo así la población tendrá acceso a medicamentos a un precio justo.
Finalmente, también es necesario regular los precios del maíz y el frijol, pues sus productores no cubren siquiera sus costos de producción. Esto mantiene en la pobreza a un sector de la población y desincentiva la producción de alimentos, poniendo en riesgo la soberanía alimentaria. En este caso, los precios están muy por debajo de su costo real, por lo que los campesinos subsidian a las familias urbanas. Contrario a los casos anteriores, en este la regulación apuntaría a elevar los precios de estos productos básicos, a fin de que los productores cubran sus costos y obtengan algún beneficio. En definitiva, regular los precios es una obligación del Estado; este debe actuar cuando los precios no son justos y cuando el mercado permite u ocasiona desviaciones que perjudican a la gente, sean consumidores o sean productores. Si aceptamos que al Estado le corresponde procurar el bien común, entonces no debe haber reparos en que este intervenga para garantizar precios justos de bienes y servicios, sin conceder privilegios ni tolerar abusos.