La semana pasada abundaron las discusiones y debates sobre la evaluación de los cien primeros días de gestión de Sánchez Cerén. Aunque es sano que desde el inicio de un Gobierno el ciudadano se fije en detalles, rumbo y primeras acciones de la Presidencia de la República, no debe perderse de vista la realidad del país. Es más, para el sano ejercicio democrático, es indispensable que la evaluación se centre no solo en medidas, frases, éxitos o fracasos, sino sobre todo en los puntos o temas en los que el Estado salvadoreño resulta deficitario. Es decir, evaluar y cuestionar el planteamiento institucional sobre la cobertura básica y decente de los derechos de las personas. En esa evaluación, por supuesto, hay que mencionar aquellos factores o grupos de influencia que fuerzan o impulsan al Estado a caminar en una dirección de cambio o de permanencia en la injusticia social.
Y los déficits estatales, que al mismo tiempo son fallos de los Gobiernos y de todos los sectores que entretejen el liderazgo del país, los conocemos bastante bien. En las encuestas de opinión suelen repetirse la violencia y la economía como los principales problemas de El Salvador. Pero detrás de estos, que concentran las preocupaciones inmediatas de la gente, hay problemas estructurales. Detrás de la economía deficiente no solo hay trabas burocráticas, sino otra buena cantidad de factores. Los bajos niveles educativos nos convierten en un país de mano de obra barata y de escasas posibilidades de participar en el desarrollo tecnológico. Nuestro sistema educativo mantiene a la mitad de los niños en edad preescolar privados de esa formación tan importante para el desarrollo de las capacidades. Así mismo, gradúa a un escaso 40% de los jóvenes en edad de terminar el bachillerato. La calidad es baja y la falta de equidad en el sistema se ilustra todos los años con las diferencias entre ciertos bachilleratos urbanos y otros del área rural. Ser económicamente competitivos con esa base es muy difícil.
El liderazgo económico salvadoreño ha estado más interesado en acumular riqueza rápida que en invertir a largo plazo en el pueblo. Y en general, presiona en contra de medidas básicas de justicia social. Con élites económicas vorazmente extractivas ningún país consigue un desarrollo sostenible y digno, capaz de universalizar bienes básicos. La organización de las redes de protección social salvadoreñas no es universal, beneficia a una minoría, margina a la mayoría y consagra un camino hacia el desarrollo de dos velocidades y de dos niveles. En educación, salud, pensiones y en la ley del salario mínimo se ve esa construcción social que establece ciudadanos superiores e inferiores. Aunque este sistema clasista viene de tiempos pasados, sigue siendo una realidad que necesita una profunda transformación si aspiramos a una sociedad sin violencia. Porque la violencia estructural, que clasifica y margina a un sector de la población e impulsa simultáneamente la desigualdad, siempre generará violencia social y delincuencia.
Cuando se cumplen cien días de gobierno es mejor preguntarse qué evaluar. ¿Hacia dónde vamos? ¿Estamos solamente interesados en que haya mayor movimiento económico olvidando los graves problemas estructurales? ¿Hay voluntad de eliminar las humillantes diferencias que establece la ley del salario mínimo? ¿Qué plazo nos damos para universalizar el bachillerato a nivel nacional y lograr la equidad en el mismo? ¿Mantendremos dos sistemas públicos de salud con diferentes prestaciones para los usuarios, dependiendo básicamente de sus ingresos? Estas son las preguntas que debemos hacernos. Y debemos hacérselas al Gobierno, por supuesto. Pero también a la empresa privada, a las instituciones creadoras de opinión, a los periodistas, tantas veces preocupados por la coyuntura mientras olvidan la estructura injusta de El Salvador. Preguntas que cada uno se debe hacer a sí mismo, y desde ahí evaluar al país y a su Gobierno, tanto a los cien días como a lo largo del quinquenio.