Desde hace tiempo, diversas instancias de la sociedad llaman a recuperar el espíritu de los Acuerdos de Paz para superar la impunidad, la corrupción y la violencia que nos agobian. Hace poco, el expresidente que firmó la paz también animó a ello, pero con otras intenciones. ¿Cuál es, en verdad, el espíritu que está detrás de los acuerdos firmados hace 24 años? Por la actualidad que vive el caso de la masacre en la UCA, señalamos lo que, a nuestro juicio, se pretendió en el tema de la impunidad.
El 4 de abril de 1990 se firmó el Acuerdo de Ginebra, que fijó las normas del proceso de diálogo, estableció la voluntad de ambas partes para el cese de la guerra, y definió los cuatro grandes objetivos de la negociación. Primero, terminar el conflicto armado por la vía política; segundo, impulsar la democratización del país; tercero, garantizar el irrestricto respeto a los derechos humanos; y cuarto, reunificar a la sociedad salvadoreña. Estos objetivos guiaron el contenido de las negociaciones, que, como se sabe, se prolongaron durante más de año y medio hasta desembocar en la firma de los Acuerdos de Paz.
Para superar la impunidad, se estableció que los casos de violación a los derechos humanos se remitirían a la consideración y resolución de la Comisión de la Verdad. En aquel entonces se definió que la Comisión tendría “a su cargo la investigación de graves hechos de violencia ocurridos desde 1980, cuya huella sobre la sociedad reclama con mayor urgencia el conocimiento público de la verdad.” Además, se le asignó “esclarecer y superar todo señalamiento de impunidad de oficiales de la Fuerza Armada”. Y el texto del acuerdo explica posteriormente que “hechos de esa naturaleza, independientemente del sector al que pertenecieron sus autores, deben ser objeto de la actuación ejemplarizante de los tribunales de justicia, a fin de que se aplique a quienes resulten responsables las sanciones contempladas por la ley”.
Con el fin de garantizar la reinserción de los combatientes del FMLN y de todos aquellos militares que habían participado como autores mediatos o inmediatos de delitos políticos o comunes al 1 de enero de 1992, la Asamblea Legislativa aprobó el 23 de enero de 1992 la Ley de Reconciliación Nacional. La normativa, que amnistiaba dichos delitos, tenía una clarísima excepción en su artículo 6: “No gozarán de esta gracias las personas que, según el informe de la Comisión de la Verdad, hubieren participado en graves hechos de violencia ocurridos desde el 1° de enero de 1980, cuya huella sobre la sociedad reclama con mayor urgencia el conocimiento público de la verdad, independientemente del sector a que pertenecieren en su caso.”
El informe de la Comisión de la Verdad, denominado “De la locura a la esperanza”, se hizo público el 15 de abril de 1993. Pero el contenido del documento no fue del agrado de las partes que participaban en el proceso de negociación. El entonces presidente, Alfredo Cristiani, habló de “borrón y cuenta nueva” e intentó imponer por decreto “el perdón y el olvido”. Así, cinco días después de que la Comisión de la Verdad presentara su texto, la Asamblea Legislativa aprobó la Ley de Amnistía General para la Consolidación de la Paz, concediendo en su artículo 1 una amnistía amplia, absoluta e incondicional, y extendiéndola a quienes habían sido excluidos de la misma por el artículo 6 de la Ley de Reconciliación Nacional, el cual fue derogado.
¿Cuál era entonces el espíritu de los Acuerdos? ¿El de la Ley de Reconciliación Nacional o el de la de amnistía? ¿Quiénes traicionaron lo acordado antes? ¿A quiénes benefició esta desviación del espíritu de los Acuerdos? Se ha dicho repetidamente, pero en nuestro país no se quiere entender: ninguna paz real se construye sobre la mentira, ninguna reconciliación es cierta si no se basa en el reconocimiento de la verdad y la dignificación de las víctimas. No se trata de venganza ni de revanchismo, sino de hacer justicia, que es muy diferente. De no haberse impuesto ese “borrón y cuenta nueva”, de no haber cerrado los ojos a las atrocidades cometidas durante la guerra, hoy estaríamos en otra situación, seguramente el Caso Jesuitas y tantos otros hubiesen sido resueltos hace tiempo. Por eso, sin menoscabo de los juicios que se siguen fuera de nuestras fronteras, reafirmamos que lo ideal es que la justicia opere aquí en nuestra tierra, para de verdad emprender el camino hacia la paz. Este el espíritu de los Acuerdos de Paz que debemos recuperar. Si este espíritu se hubiera cultivado desde 1992, los cuatro grandes objetivos de los acuerdos pactados en Ginebra no serían solo materia de estudio y de historia, sino la base de una realidad diferente, más justa y humana.