Michelle Bachelet ganó la elección en Chile. Desde su llegada a la democracia, el país suramericano ha tenido un pujante desarrollo, pero no ha superado una desigualdad creciente. Se ha logrado un avance importante en la lucha contra la pobreza, pero la desigualdad ha continuado creciendo. Las protestas de estudiantes en el anterior Gobierno de Bachelet, así como el descrédito del presidente Piñera, tienen su raíz en este problema. Según la Universidad de Chile, el ingreso per cápita del 10% más pobre es 78 veces menor que el del 10% más rico. Todo un récord de desigualdad: cuatro y hasta cinco veces más alta que la de muchos países desarrollados. Por eso, a Michelle Bachelet no le ha quedado más remedio que prometer a sus electores profundas reformas estructurales.
El Salvador tiene también altos niveles de desigualdad, que no solo son económicos, sino que se enraízan en instituciones que separan a la gente y le ofrecen desiguales posibilidades de desarrollo. Con las mismas o semejantes capacidades, una minoría tiene la seguridad de poder desarrollarlas a lo largo de su vida, mientras la mayoría sufre un tipo de exclusión que impide o dificulta enormemente su desarrollo. Pero a diferencia de Chile, donde se reconoce el problema, entre nosotros el tema de la desigualdad apenas tiene peso en el debate electoral, pese a que genera muchos de los problemas que sufrimos.
Con desigualdad se puede crecer económicamente, pero hasta un tope, y no tarda en recaerse en la recesión. Con desigualdad aumenta sustantivamente la violencia y la delincuencia. Porque nada hay que rompa con mayor fuerza el tejido social que el ver cómo unos disfrutan de bienes desproporcionados mientras otros muchos sobreviven en medio de dificultades. La desigualdad impide el desarrollo, porque este depende sustancialmente de la posibilidad de la ciudadanía de desarrollar al máximo sus capacidades. El simple hecho de que la mitad de los niños entre cuatro y seis años no estén escolarizados, y que solo el 41% de los jóvenes logre terminar su bachillerato es un impedimento grave para el desarrollo de las propias capacidades.
La desigualdad, cómo corregirla y superarla, debería ser uno de los temas fundamentales de debate nacional. Pero la impresión que dan nuestros candidatos, en el mejor de los casos, es que piensan que se puede corregir con subsidios y ayudas asistenciales. Nuestra sociedad tiene todavía el miedo ridículo de que los esfuerzos por solucionar la desigualdad desemboquen en el empobrecimiento de todos, cuando es al contrario: es la desigualdad la que produce empobrecimiento, la que impulsa a la migración, la que impide la creatividad, la que lleva a algunos a la violencia delincuente.
La corrección del flagelo comienza barriendo de la mente el pensamiento de que nuestras instituciones son normales. No son normales las instituciones educativas que tienen diferencias graves en la PAES. No son adecuadas las normas que imponen diferentes salarios mínimos según el tipo de trabajo que hace la persona. No impulsan la igualdad las instituciones de salud que ofrecen servicios diferentes en calidad según la capacidad o incapacidad de cotizar del usuario. La desigualdad se fomenta desde las instituciones, se consolida en los salarios insuficientes y termina por incrustarse en nuestro pensamiento, haciéndonos creer que son normales las instancias que discriminan a las personas y prestan desiguales servicios a las mismas necesidades. Redescubrir la desigualdad es indispensable para el desarrollo. Y la política debería ser la herramienta más poderosa tanto para el desarrollo de la conciencia como para la lucha contra la desigualdad. Pero nuestros políticos viven demasiado bien, demasiado alejados de la realidad y demasiado obsesionados por la conquista del poder. Forzarlos a ver, debatir y corregir la desigualdad queda entonces como un deber de la sociedad civil.