Reino de impunidad

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La semana pasada cerró con la indignante noticia del asesinato de otro periodista en la hermana república de Honduras. El jueves 14 de julio, cuando se dirigía a su trabajo radial, Nery Jeremías Orellana, un joven de 26 años, fue asesinado por unos desconocidos que le dispararon sin mediar palabra ni quitarle alguna de sus pertenencias. Herido de muerte fue trasladado a un hospital de El Salvador, pero el esfuerzo fue infructuoso. Nery era el director de la radio comunitaria de Joconguera, municipio de Candelaria, departamento de Lempira, en la frontera con nuestro país. Y también era corresponsal de Radio Progreso, una obra de la Compañía de Jesús en Honduras y, por tanto, hermana de YSUCA. Desde acá nos solidarizamos con nuestros colegas de la radio de Joconguera y Radio Progreso, y con el dolor que embarga a la familia de esta nueva víctima de la intolerancia y la impunidad que en Honduras tienen carta de libertad incondicional.

Nery ya había recibido amenazas por el trabajo radial que desarrollaba con apertura a la Iglesia católica, el pueblo pobre y los sectores en resistencia al golpe de Estado. El Comité por la Libre Expresión también informa que hay otro comunicador amenazado de muerte, al igual que el párroco de Candelaria y su alcalde. Con Nery Jeremías Orellana suman 14 los periodistas asesinados en Honduras después del golpe de Estado del 28 de junio de 2009. Según estadísticas del Comité, en promedio, un periodista ha sido asesinado cada 45 días después de esa fatídica fecha.

Los asesinatos de estos periodistas tienen por lo menos tres cosas en común. La mayoría de ellos trabajaban en pequeños medios, locales y comunitarios; y habían destacado por denunciar con valentía las incontables violaciones a los derechos humanos que se dieron durante y después del golpe de Estado. Un tercer factor en común: ninguno de los asesinatos ha sido aclarado por las autoridades hondureñas; a sus autores los cubre el manto del anonimato y la impunidad. Tanto el número como las características de las víctimas hacen muy poco creíble la hipótesis que achaca los asesinatos a la delincuencia común.

Al igual que la salvadoreña, la población hondureña se debate entre la acuciante crisis económica y una situación de inseguridad que arroja una de las más altas tasas de homicidios en la región. A ese contexto vino a sumarse el golpe de Estado, encabezado por los militares, respaldado por la gran empresa privada, bendecido por la jerarquía eclesial y conocido con anterioridad por los Estados Unidos. El golpe terminó de debilitar la institucionalidad hondureña y profundizó, cualitativa y cuantitativamente, las violaciones a los derechos humanos más elementales de las personas y grupos que defienden la democracia.

Dado que los derechos humanos son parte fundamental de una sociedad democrática, su respeto constituye un factor clave para legitimar cualquier poder que se diga democrático. En este sentido, si algo ha caracterizado al Gobierno de Porfirio Lobo es la continua violación a los derechos humanos, y con lujo de impunidad. Sin embargo, ello no evitó o al menos condicionó la reinserción de Honduras en el seno de la OEA. Pesaron más las razones comerciales y los compromisos políticos que el respeto a los derechos humanos de los hondureños. Los gobernantes de los países que defendieron el retorno de Honduras a la Organización (El Salvador, Estados Unidos, Colombia y Venezuela) tienen ahora la responsabilidad moral de exigir que se apliquen los mecanismos de la instancia continental para que Honduras respete las libertades democráticas y, sobre todo, la vida de su gente. ¿Cuántos Nery Jeremías Orellana tienen que morir para que se haga algo en Honduras? ¿Hasta cuándo reinarán campantes la represión y la impunidad en el vecino país sin que la comunidad internacional se pronuncie al respecto?

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