Cuando una cosa deja de servir, es necesario reinventarla. Y eso pasa con el modelo de desarrollo económico y social salvadoreño. Está agotado, funciona mal y solo produce violencia, migración y resentimiento. Se formuló hace ya muchos años y se readaptó a los vientos neoliberales hace poco. Estratifica derechos básicos, margina a grupos importantes de la población y no conoce la palabra “universalidad” en lo que a derechos fundamentales respecta. Un modelo que nos mantiene en el subdesarrollo, la pobreza y la vulnerabilidad. Que acentúa el individualismo del sálvese quien pueda, la corrupción, la desigualdad y la desesperanza. La situación es grave, porque frente a este modelo agotado, el liderazgo nacional no da muestras de querer actuar con la radicalidad necesaria. Por ello, podemos decir que también está agotado el liderazgo de los grandes empresarios, de los partidos políticos y de los grandes medios de comunicación. Se repiten los mismos discursos, las mismas e insustanciales críticas de unos y otros, mientras el país se sume en una crisis cada vez más aguda.
A la empresa privada le gusta exhibir sus éxitos económicos, sus donaciones y proyectos sociales, y afirmar que el país sería una especie de paraíso de emprendedores si hubiera buen Gobierno. Pero nunca dicen una palabra sobre el enriquecimiento desproporcionado —muchas veces al amparo gubernamental—, la desigualdad existente y el nulo influjo del gremio en la construcción de un Estado social y democrático de derecho. Los ricos del país, y hablamos del 0.1% de los salvadoreños, han dañado desde su egoísmo el desarrollo nacional, manteniendo a El Salvador al servicio de su beneficio. De la mano de los económicamente poderosos, se ha instaurado esa economía que mata, como la llama el papa Francisco. Son ellos, la minoría de los muy ricos, los responsables de la estructura injusta y desigual que rige nuestra sociedad, y que genera el clima de violencia que nos caracteriza.
Los partidos políticos no les van a la zaga. Sus líderes y representantes, si vemos sus salarios, están ubicados en el círculo inmediato a los más ricos. Son parte del 0.2% de la población privilegiada que tiene ingresos superiores a los 3,000 dólares mensuales. Desbordados por la desigualdad, quieren superar el día a día beneficiándose del Estado, acumulándole préstamos al país, aprovechando la coyuntura para enriquecerse y tratando de dar espectáculos mediáticos y populistas que mantengan en la esperanza a su clientela fija o posible. Frente a las promesas populistas del FMLN en las elecciones de 2009, hay que recordar la frase del candidato de Arena: “Vamos a dar todo lo que ellos den, y más todavía”. El populismo, entendido como promesas poco factibles, es igual de intenso en la derecha y en la izquierda.
Los medios de comunicación, especialmente los más grandes, se mueven entre el escándalo y el servicio a los dueños del dinero. Apenas abordan los temas de la desigualdad y la irresponsabilidad de los económicamente poderosos. Mantienen un círculo de comentaristas que, arropados por un lenguaje democrático, viven y conviven con las élites, y reproducen una serie de ideas orientadas a la perpetuación del sistema, con pequeños arreglos y reparaciones ornamentales. La línea que regula los flujos noticiosos de los grandes medios es más política que informativa y favorece sistemáticamente los intereses del capital dominante.
En otras palabras, tenemos un modelo de desarrollo agotado gestionado por liderazgos agotados. Los que buscan presentarse como nuevos y jóvenes líderes son incapaces de tocar con inteligencia el sistema de pensiones, de proponer un cambio en el modelo público de salud, de reformar el sistema educativo. Si abordan con creatividad algún tema espinoso, rápidamente se les silencia y se les reduce a la vulgaridad del rebaño, dificultando, aislando o dejando en el olvido sus ideas y propuestas. No se oye a los políticos o empresarios jóvenes, que se presentan como el futuro del país, hablar sin medias tintas de una mejor redistribución de la riqueza; no se les ve enfrentarse con claridad y propuestas concretas a la injusticia estructural existente. Esa injusticia social que nos mantiene en el subdesarrollo al tiempo que genera violencia, migración, inseguridad y desesperanza ciudadana.
Toca reinventar El Salvador. La sociedad civil independiente y crítica debe jugar un papel. La ciudadanía debe abrir los ojos ante la hipocresía y la falsedad con que se maneja un modelo inservible. Y los jóvenes, sobre todo los jóvenes, tienen que construir un país solidario, justo, capaz de ayudar estructuralmente a la gente en el desarrollo de sus capacidades, abierto a los derechos inalienables de la persona. Reinventar El Salvador es una frase breve, pero su contenido resulta imprescindible. Reinventar El Salvador desde la justicia social, desde la educación de calidad universalizada, desde el respeto y la atención igualitaria a los derechos básicos del ciudadano: esta es la urgencia del presente. El pueblo salvadoreño es capaz de superar la miseria que rodea a las instituciones y a las estructuras sociales y económicas. Nuevos liderazgos son indispensables para ello.