Muchos salvadoreños enfrentan a diario dificultades, carencias y peligros que les impiden llevar una vida en condiciones mínimas de seguridad y bienestar. Las diversas problemáticas que les golpean desde hace muchos años no han sido debidamente atendidas, pese a que la Constitución señala que la persona humana “es el origen y el fin del Estado”, que este “está organizado para la consecución de la justicia, de la seguridad jurídica y del bien común” y que es su obligación “asegurar [...] el goce de la libertad, la salud, la cultura, el bienestar económico y la justicia social”.
Uno de los problemas más sentidos es el de las carencias económicas. Datos de finales de 2021 indican que la tercera parte de la población vive en pobreza y el 8%, en pobreza extrema. Esta situación se ha agravado con el incremento del costo de la vida. Según la encuesta de evaluación de 2021 del Iudop, el 46.6% de las familias ha tenido que dejar de comprar algunos alimentos que solía consumir anteriormente y en el 15 % de los hogares algún miembro dejó de estudiar. La pobreza, la dificultad para conseguir un empleo y la insuficiencia de ingresos para cubrir las necesidades familiares son los principales factores que llevan a muchos compatriotas a emigrar.
La inseguridad se suma a lo anterior. Aunque la sustancial reducción del número de homicidios puede hacer pensar que hay importantes mejoras en materia de seguridad pública, la realidad es otra. Los grupos criminales mantienen su señorío sobre buena parte del territorio nacional. En esas zonas, las familias viven al arbitrio de las pandillas; la extorsión o renta, el constante reclutamiento de nuevos miembros, las amenazas y la consigna “Ver, oír y callar” son realidades diarias. El aumento de la cifra de desaparecidos y las fosas clandestinas con decenas de cuerpos enterrados son dos pruebas más del fracaso —o inexistencia— del Plan Control Territorial.
A pesar de que el Estado salvadoreño dispone de mecanismos y medios para ofrecer mejores servicios, la actuación del Gobierno deja claro que la brújula que lo orienta no son las expectativas y necesidades de la población, sino los intereses de Nayib Bukele y su grupo íntimo. El informe del Idhuca sobre los casos atendidos en enero de este año concluye que “la población no solo no encuentra la atención ni la respuesta adecuada a su problemática, tampoco tiene la confianza en las instituciones del Estado, que por ley tienen la misión de ayudarles a resolver su caso. En materia de derechos humanos, la población prefiere recurrir a las organizaciones especializadas en la materia, donde suelen encontrar una mejor atención y un mayor apoyo”. Organizaciones que, como se sabe, son denigradas y acosadas por el Gobierno cuando realizan su labor y exponen lo que busca esconder la propaganda oficial.
De nuevo nos encontramos ante una agrupación política que llegó al poder prometiendo ser diferente y que hoy cierra los ojos ante las realidades de la población y no escucha su clamor por unas mejores condiciones de vida. Asumir la conducción del Estado implica el compromiso de garantizar los derechos constitucionales de la población o al menos trabajar para que en un futuro cercano esos derechos ya no sean una quimera. A casi tres años de gestión de la administración de Bukele, no se ve ni lo uno ni lo otro.