Con la recién aprobada ley de partidos políticos pasa algo similar a lo que experimenta una familia que, después de vivir en la indigencia, recibe una casa provisional, de dimensiones diminutas y sin algunos servicios básicos: no está contenta con la casa, pero la acepta porque no tiene otra opción. En el caso de la ley, lo positivo es que por fin se tiene una que regula la actividad de los partidos, que hasta este momento han estado libres de todo control y rendición de cuentas. "Algo es mejor que nada", dijeron los representantes de los partidos políticos en la Asamblea Legislativa, y afirmaron que la ley aprobada fue el máximo consenso al que se pudo llegar en esta legislatura. Y en esa aseveración está la clave del asunto: la ley de partidos es producto de los consensos de las cúpulas partidarias, sobre todo del FMLN y de Arena, que desoyeron los aportes de diversas instancias de la sociedad salvadoreña. En otras palabras, esa afirmación manifiesta, en el mejor de los casos, la ineficiencia de los partidos políticos mayoritarios en el manejo de la cosa pública; o, en el peor, el más burdo cinismo.
En primer lugar, se concede al Tribunal Supremo Electoral la potestad de fiscalizar la actuación y las finanzas de los partidos; es decir, los partidos son jueces de ellos mismos, cuando lo correcto hubiese sido crear una instancia autónoma que regulara a los institutos con imparcialidad e independencia. Además, se le confiere dicha función al Tribunal sin darle las facultades necesarias para promover y fiscalizar el cumplimiento de la ley. No se definen las facultades para fiscalizar el patrimonio, el origen de los fondos públicos y privados, hacer las auditorías y exigir documentos financieros a los partidos. Con el Tribunal sucederá algo semejante a lo que se intentó hacer con el Instituto de Acceso a la Información Pública: darle la misión, pero no la capacidad, de velar por el cumplimiento de la ley. ¿Para esto elegimos diputados y diputadas? Es claro que no tienen voluntad sincera de ser transparentes y de rendir cuentas a la ciudadanía.
Con respecto a la transparencia de las fuentes de financiamiento y los gastos efectuados por los partidos, uno de los temas de mayor expectativa en la sociedad salvadoreña, la ley solo obliga a los institutos políticos a transparentar el financiamiento que reciben del Estado (conocido como deuda política), dejando sin control el de origen privado. En otras palabras, los partidos no están obligados a revelar públicamente de quiénes reciben dinero para su funcionamiento o para las campañas electorales. Es positivo que informen cuánto reciben y cómo gastan el dinero del pueblo, pero es cuestionable y preocupante que mantengan en secreto la identidad de los que inyectan más dinero y que, en consecuencia, más inciden en sus posiciones. La propuesta de ley que presentaron diversas instituciones académicas —entre ellas, la UCA— proponía incluso eliminar el secreto bancario en lo que respecta a estos financiadores privados. Pero la voluntad de las cúpulas de los partidos no da para tanta transparencia y democracia.
Otro aspecto que sigue sin regulación práctica es la democracia interna de los partidos. El artículo 85 de la Constitución de la República establece que aquellos deben funcionar bajo el principio de la democracia representativa. En este espíritu, la propuesta de las instancias académicas contemplaba la realización de elecciones internas por voto secreto para elegir tanto a las autoridades partidarias como a los candidatos a cargos de elección popular. Pero tampoco para esta democratización interna alcanzó el consenso parlamentario. La ley deja a criterio de cada partido la definición de lo que entiende por democracia interna, con el pretexto de que en El Salvador hay pluralismo político. Hasta hoy, como sabemos, han sido las cúpulas las que deciden quiénes son los candidatos; y la ley aprobada les da luz verde para que continúen haciéndolo.
En fin, estas son algunas de las carencias de la nueva ley de partidos políticos. Por ello, esta normativa debe ser vista no como un producto acabado, sino como la primera etapa de un camino de democratización. No se puede defender la democracia si los propios partidos no la practican por dentro. Si bien por fin se ha abierto una brecha, toca seguir andado y perfeccionando. Como la familia desvalida que se alegra con una casa provisional sabiendo que no es lo que esperaba, también nos alegramos y quedamos a la espera de que esta ley sea solo el comienzo de un camino hacia la democratización interna de los partidos y hacia la transparencia verdadera de sus actuaciones.